miércoles, junio 29, 2005


Ceremonialmente, todas las tardes, don Artemio se sentaba en una banca ubicada en el frontis de la casa para ver como la gente pasaba...
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LA LARGA VIDA DE ARTEMIO

Ya mas calmado llegué a la que sería mi casa de verano. Esta era de adobe con un breve corredor en el frontis y una reja de madera en mal estado. Por dentro las habitaciones, pintadas de blanco, se distribuían por jerarquía familiar, así es que me tocó la de afuera, lo que me pareció lógico.

Conocí a Lilly, la esposa de mi padre, a mis hermanos y a un anciano que apenas hablaba. Pese a que estaba conociendo a mi familia, más me llamó la atención el anciano de ojos rasgados y claros. Este vestía una camisa blanca con los puños deshilachados, un pantalón negro brillante, ojotas y una chupalla impregnada de polvo. Ceremonialmente, todas la tardes, don Artemio se sentaba en una banca ubicada en el frontis de la casa para ver como la gente pasaba y, en algunas ocasiones, dormir la mona en pequeños lapsos interrumpidos por el paso de algún vendedor de la zona.

Con él hice buenas migas. En ocasiones me invitaba, con dos señas, a tomar una caña de vino con harina tostada detrás del gallinero. Primero me miraba por un largo rato, después levantaba las cejas para -luego- indicar el gallinero con los labios. Al principio no le entendía, pero con el correr de los días nos embriagamos en secreto, para volver con una gallina muerta o con una docena de huevos de campo. El hombre era cómico, despertaba como a las 5 de la mañana, se tomaba un mate, cortaba leña y -pacientemente- esperaba que la gente fuera despertando para tomar desayuno acompañado.

Lilly, por su parte, hacia notar que era distinta. Se destacaba por sobre la humildad campesina de su padre y la humildad de población de mi padre, se veía como una malinche, morena de ojos aceitunados y claros. Pelo largo, liso y azabache. Usaba un par de aros artesanales y una larga falda gitana que le daban un aspecto hippie, limpio y distinguido. Según supe, Lilly, trabajó desde jovencita y logró juntar el dinero suficiente para comprarse un departamento básico en Constitución para arrendarlo y traerse a su papá del campo.

Después de separarse de su primer marido tomó la determinación de tomar sus pilchas, largarse -de una vez por todas- e instalar un pequeño negocio de venta de ropa usada. Con ese dinero pudo enviar a su hija a ciudad para que estudiara la enseñanza media.

Conversé con mi padre pero jamás tratamos nuestro tema profundamente, sólo pequeños flashes del pasado que contextualizaban historias. Hablábamos de trivialidades, de su infancia y de cómo había llegado a ese pueblo. Para él la vida era un movimiento constante que terminó una vez que, con el negro Mario, emprendieron rumbo a la costa para ser pescadores. Con el negro se conocieron desde niños y trabajaron juntos en la fábrica de conservas en donde conoció a mi madre. Para él ese era un cuento al que no había que desenterrar y se esmeraba en señalar que me buscó por un tiempo y que mi madre y abuela me negaron cada vez que intentaba decirme que me quería.

Lloramos bastante. Pero cada vez que derramaba una lágrima, él sonreía al verme junto a su nueva familia, para -de un sopetón- tartamudear nervioso y repetir la historia de cuanto le costó cortejar y convencer a la Lilly de que pololearan. Llevaba cerca de un mes en su casa y todo lo malo que me habían hablado de él se esfumaba con las palabras. Con su familia, su historia en el sur de Chile, con la naturalidad de su nueva vida, con lo que veía hasta ese instante.

La Lilly lo quería, pero se notaba un tanto esquiva con él. Según mis hermanos era por que mi papá pasó por un profundo alcoholismo, se perdía por meses y a veces, sólo a veces, le daba un par de golpes a Lilly en el fulgor de una discusión por sus intensas e inigualables borracheras. El Conejo tenía ese fatídico defecto, pero intentaba con todas sus fuerzas dejar el maldito vicio. Si hasta se metió a una terapia intensiva en Alcohólicos Anónimos, que le sirvió un par de meses hasta que nos encontramos.

Por lo que se veía, la batalla la estaba ganando y con ella el cariño de su mujer y sus hijos. En casa tenían un caballo llamado Homero que en los antiguos tiempos le servía a don Artemio a cultivar la tierra.

¡Este huevón es mi mejor amigo, gancho!. Decía entre sorbos de su bebida favorita, la chupilca.

Si no se encontraba enfermo, cada fin de mes don Artemio se vestía de matrimonio para ir en busca de su pensión al pueblo. Se lavaba por presa, cambiaba la chupalla por una corralera negra que le costó 30 lucas y ensillaba al Homero, “al que peinaba con esmero” antes de partir.

La historia era conocida, una vez que cobraba el cheque, iba rumbo a la mejor chichería de la zona y no salía sino hasta las 11 de la noche sin recordar su nombre y sin un solo peso en los bolsillos. El dueño de la picá ya lo conocía, lo llevaba a la rastra, lo subía al caballo y -de una palmada- emprendía el viaje. El Homero ya estaba acostumbrado, levantaba la palanca de madera del portón con el hocico y esperaba -pacientemente- en el frontis de la casa a que descargaran a su amigo Artemio, que ya cumplía los 75 años.

Todos temían al fin de mes. Esos días eran peores que cuando a Lilly le llegaba la regla. Se ponía de muy mal humor, contagiando al resto, con excepción del anciano que se reía a escondidas y sobaba sus endurecidas manos haciendo un seco y extraño ruido que se potenciaba con la ansiedad de su rostro. Pese a las reiteradas promesas, ocurría lo de siempre. El caballo esperando en la puerta, cerciorarse si el hombre respiraba, y luego cargarlo al hombro hasta su habitación.

Lilly lo retaba y trataba -malamente- de explicar que ya no estaba para esos trotes y que podía sucederle algo. En silencio, con el ceño fruncido y los brazos entrecruzados, esperaba una respuesta que, también, siempre era que necesitaba
una cazuela de gallina con mucha "injundia". Dentro de mis brillantes aportes a la familia, le dije a mi papá que vendieran el caballo y que le compraran una bicicleta. Así, lógicamente, tomaría poco y tendría que volver temprano al saber que Homero ya no estaba.

En uno de esos arrebatos de locura, mi padre y su señora fueron a Talca a comprar una bicicleta, confiados en pararle la mano al abuelito. Le regalaron una bicicleta cromada marca Vargas, de esas nuevas para montaña. Ahora con el vehículo a pedales toda la familia estaba tranquila, el anciano no correría peligro y no bebería tanto.

Nuevamente llegó fin de mes, y don Artemio se puso su traje campesino de gala, agregando una faja roja de satín con flecos. Según indicó el Cabo de la tenencia que lo encontró, don Artemio habría caído a una acequia a eso de las 7:30 de la mañana, azotando su cabeza sobre la única piedra que había en lugar. Una brutal trombosis, lo dejó inconsciente y con el cuerpo paralizado, para luego fallecer en el Hospital de Chanco, después de una semana y media de vigilia, rezos y sollozos perdidos...

viernes, junio 24, 2005


PARAMONA, SIMPLEMENTE, EN MEDIO DEL ECUADOR, ENCIMA DE SAN PEDRO, TROPICO Y DESIERTO...
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PARAMONA...

Detuve mi andar en la esquina acostumbrada y mencioné tu nombre.
Fue entonces cuando escuché tu danza en mis oídos ciegos.
Fue entonces cuando dejé de escupir coágulos de desidia.

Ahí estamos, pequeña Úrsula de sonrisa azucarada
dando pasos de niño,
caminando ante la abrumadora realidad,
Contando una historia que no correspondía,
Rescatando desde la miseria ese sazonado señuelo inalcansable.

Quince mil estrellas estuvieron aquella noche,
observando quedas y suspirando mares.
Entendiendo que, inexorablemente, la vida regala.
Que la vida quita.

Somos una caricia tras la tormenta purpúrea,
un suceso natural en medio de la nada.
El cántico secreto del ahogado que se desvanece.
Un beso cargado de veneno calmo y sin espasmos

Saborea mis sentidos en un festín estelar,
saca la daga transparente y amalgama tu dolor junto al mío.
Cierra tus ojos para sentir las bofetadas cándidas que nos ofrece
la santidad del asesino.
Sin miedos aparentes, sin gritos silenciosos.
Imaginando que pronto llegará el ocaso del atormentado,
el fin de una antigua historia de lo que nunca fuimos.

¡Hoy has transformado este día que es un año
en un invierno colmado de primavera!

¡Hoy día pintas mi corazón con brochazos de ternura!

martes, junio 21, 2005


Me imagine en la Poblacion Santa Laura. En la final con Las Acacias, con toda la comuna presenciando a los elegidos que disputaban la final. Me imagine como Salitas debutando por la U en el Nacional, haciendo una gracia a Los de Abajo, en medio de un clasico con Colo-Colo, luego de anotar. (Foto de Manuel Carvallo)
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SUEÑOS DE FÚTBOL

Recién empezaba el clásico de la zona y el árbitro sentenciaba un Foul. Era un tiro libre de media distancia y lo patearía un encorvado flaco con apariencia de congrio colorado en medio de la fritanga. Fue cuando la pelota en movimiento tomó una calma inesperada. De pronto me sentí cegado por el sol y las nubes, mientras el balón rotaba en giros definidos y calmos, abriendo en mi una compuerta de pensamientos que inundaron todo a su paso. Rápidamente. Todo en un segundo, todo en un lapso indescriptible.

Goooool!!!!

Gritaron los pueblerinos, mientras el congrio humano, un hombre de unos 56 años corría levantando su brazo derecho y el dedo índice como un preciado trofeo. Fue gracioso ver como una decena de barrigas estiradas por la grasa parecían explotar ante la felicidad de la primera anotación. Me rasqué la cabeza y exhalé con furia como para hacerme el profesional que dominaba la situación, pero ni siquiera eso me salvó de las punzantes miradas y de las calvas meneándose en un gesto silencioso de reproche y cólera.

En ese instante no me importó y creo que en vez de cambiar mi actitud por tal absurda desconcentración, volví marcha atrás a esa sensación de cámara lenta para quedarme con la imagen del sudor desplomándose en la cancha de aserrín y en el gelatinoso movimiento de los abdómenes del equipo contrario, todo esto acompañado de una agradable sinfonía de Chopin, donde el piano, aumentaba su furia.

El lugar en donde me encontraba era una costa rural justo en el límite de la provincia del Maule y la del Ñuble. Allí, pescadores, obreros forestales y campesinos convivían diariamente entre el trueque y las bondades que da el mar, los chuicos de vino y la carne de buey viejo. Al menos eso alcanzaron a decirme antes de ponerme los guantes de arquero.

Ni siquiera había descargado mi equipaje cuando de un ala me llevaron a la cancha de la asociación de pescadores artesanales, faltaba una galleta para el clásico contra Forestal Arauco, de visita. Este era un sitio rodeado de pinos de medio metro, con arcos de maderas curvas por la humedad y una mezcla de polvo y aserrín como el mejor de los céspedes. Eran las tres y media de la tarde y me encontraba con una camiseta de fútbol impregnada de un fétido olor a axila ajeno.

Yo venía de Santiago. La capital. Y aquel jolgorio no sólo me pareció infantil, sino propio de una actitud provinciana. Tomé la pelota y la dejé en el centro, como en un acto reflejo de disculpas, al estilo Zamorano y agrandando el pecho como Superman Vargas.

Sonó el pito nuevamente y comencé a jugar en el puesto que me asignaron. A pesar de la experiencia vivida, los pensamientos volvieron a invadirme. Estaba jugando a la pelota con mi padre, un completo desconocido que había preñado a mi madre en el Santiago periférico en ocasión de un trabajo de temporada. Ese era yo, una cacha loca y fugáz, el producto de una calentura en el baño de una fábrica y de promesas que jamás se cumplieron.

A pesar de lo incómodo de este nuevo estado, era como una exquisita droga. Me dejaba llevar libremente si saber hasta donde y sin darle la importancia que merecía un clásico de tal envergadura. Entonces recordé el rajazo que significó ubicar al Conejo, como le gritaban en la cancha a mi padre.

A principios de noviembre y aprovechando que todos en casa se encontraban en la parroquia, rezando por el mes de María, decidí llamarlo. Recuerdo que colgué unas tres o cuatro veces antes de que me contestara. Dos voces trémulas y desconocidas balbucearon frases entrecortadas y absurdas, como en un dialecto emocional, en donde el silencio y los respiros entregaban mucho más contenido. Tartamudeante por los nervios y con tono provinciano y seco, mi padre habló para –finalmente- no volver a separarnos.

Goooool!

Gritaron nuevamente. Para ser completamente sincero, ni vi la gueá de pelota y tampoco me percaté cuando ya me habían cambiado. Aturdido, estaba sentado como un idiota fracasado en una banca de fierro pintada con óleo azul y franjitas amarillas, tipo Boca Juniors. En ese instante me sentí como el pequeño que era. El mimado de mamá, el hijo de un pescador de barba cana, dientes de conejo y curvas piernas de alicate.

Extrañamente, desde ahí, todo me parecía normal, ya no podía hilar nuevos pensamientos, ni emprender rumbo a mi interior. Desde la banca mis brillantes análisis de vida y recuerdos inesperados no tenían oportunidad de enrielarse como en la cancha.

En la población jugaba bien. No sabía que mierda me estaba pasando. Seguramente estaba nervioso, además que eso de ser arquero nunca me ha gustado. Me justificaba resongando. Entonces decidí entrar. Me transformé en el ayudante técnico. Gritaba, ordenaba el equipo con tanto énfasis que me gané la simpatía de las chiquillas del lugar. Fue una buena estrategia, convencí al entrenador que el volante lateral izquierdo, un huaso bruto de cachetes colorados curtidos por el sol, no estaba rindiendo.

Así fue como entre nuevamente. En los primeros toques me pasé al primero, al segundo, di un pase, recibí por el borde izquierdo, me pasé al congrio y encajé el balón donde se crían las arañas.

Goooool!

Sí. ¡¡¡¡Gol conchetumadre !!! Lo grité desde el fondo de mi alma. El señor arquero quedó parado mirando la pelota, y me dedicaba un concierto de garabatos, al reclamar que estaba adelantado. Yo estaba en un loco frenesí y buscaba a mis compañeros para abrazarlos y festejar como si ese gol fuese el símbolo del reencuentro con mi familia perdida. 2 a 1 y me abracé con el Conejo.

Esperé para me lanzaran la pelota y hacer una gracia al público asistente, total metí el medio golazo. Dominé la pelota, una, dos, tres. La toqué de taco, hacia delante, con el muslo y cabecita. De reojo vi que un enano motudo, al que le decían el vampiro, venía directo hacia mi. Me imaginé en la Población Santa Laura. En la final con las Acacias, con todo la comuna presenciando a los elegidos que disputaban la final. Me imaginé como Salitas debutando por la U en el Nacional, haciendo una gracia a Los de Abajo, en medio de un clásico con Colo-Colo, luego de anotar.

El vampiro venía, y yo lo esperaba con toda la técnica de un profesional del fútbol contratado por un equipo grande de Europa, hasta que nuevamente el trance me devolvió a la gran nebulosa. Recordé cuando nos vimos por primera vez con mi padre y cuando por fin me invitó a pasar una temporada con su familia en el sur. Justo donde estaba ahora.

De un certero cachetazo, el vampiro, me quitó la pelota, avergonzándome en medio de un innecesario lujo. Me pasó con una bendita finta y las chiquillas que antes aplaudían, ahora abucheaban sin compasión mi cagazo futbolístico. No sé que fue lo que pasó, volví a la realidad. Corrí como un tigre a toda velocidad, sentí cada músculo de mi cuerpo, como se hinchaban las venas de mi cuello y la fea mueca que mi rostro le ofrecía a la concurrencia. Salté, volé y me arrastré enterrándome cada una de las astillas de celulosa hasta llegar, sin duda alguna, a la canilla del vampiro.

Lamentablemente, el mejor patadón de mi vida terminó en fractura expuesta de tibia y peroné. En ese momento lo único que se escuchó fue el brutal y definido estruendo de una madera seca partida por la mitad. Un agudo alarido en eco provocó que muchas señoras se desmayaran y que hasta los chanchos de un chiquero cercano dejaran de comer para ver quien había lanzado tal grito de dolor.

La media cagá. Encima se me encacharon 3 viejos y me paré en la hilacha. Para mi mala suerte, le mandé un mangazo al congrio por que lo vi más flaquito, pero el hueón zorro andaba con toda la familia. No se de adonde salieron tantos huasos juntos. Según me contó el conejo me mandé una doble cagá ya que al que le decían el vampiro, por que faltaban todos sus dientes menos los colmillos, era uno de los obreros más queridos de la zona. Si ha eso le sumamos que el congrio tenía más de 15 hijos, dio como resultado que desperté en la posta del pueblo.

Ni siquiera terminaba el primer tiempo, y por mi culpa el partido se había suspendido. Pero eso era lo de menos, mi intenso debut en sociedad se divulgó por todo el pueblo. Cuando por fin me dieron de alta recordé que estuve en medio de una batalla campal y que al instante de pegarle un combo perfecto al congrio dos bandos se enfrentaron como vikingos generando una polvareda parecida a una inmensa nube beige. Después supe que al vampiro se lo llevaron para Chanco y que mi padre debía ponerse con los gastos de la operación. Linda la gueá.

lunes, junio 13, 2005


Sin caricaturizar al gallego, concordamos que parecia un cetaceo con barba, una especie de ballenato de labios gruesos y ojeras reconocibles a metros de distancia...
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La Laguna (Bolivia prístina, segunda parte)

En verdad era abrumante. Un inmensa piscina de agua termal en medio de la nada, arriba de un cerro ubicado a 4 mil 500 metros de altura. Unos pocos turistas franceses y españoles compartían con un guía que medio balbuceaba inglés y medio balbuceaba el español a causa de un labioleporino no tratado.

El tipo era, evidentemente, un guía artesanal del lugar con rostro indígena. Nariz aguileña y ojos rasgados. Su cojera apresurada marcaba más su defecto al andar, pero era –finalmente- su sonsonete repetitivo y empalagoso el que más llamaba la atención.

La laguna era verde esmeralda y manaba de ella un vapor constante que se dirigía -como muchos- al cielo, provocando una sensación de calidez y pasividad, a pesar del ondulante movimiento de sus aguas.

Eran como las 16:00 horas y nos alistábamos para entrar en acción, chapotear por las aguas y untar las lesiones históricas con un lodo rico en minerales. Yo agarré una bola y embadurné mi rostro recordando a mi madre y su bien ponderada “crema lechuga”. Claro que finalmente opté por priorizar mi incipiente calvicie que, meses mas tarde, me obligaría a cortar la ondulada cabellera celta que tenía.

¡Upac, mai neim! Se escuchaba a lo lejos cuando le consultaban el nombre al guía artesanal, claramente intentando decir Tupac. Estábamos sigilosamente observando esta escena cuando un pequeño español de barriga infatuada se lanzó al agua, para nadar pausadamente hasta el centro de la laguna.

Sin caricaturizar al gallego, concordamos que parecía un cetáceo con barba, una especie de ballenato de labios gruesos y ojeras reconocibles a metros de distancia. Era entretenido ver el ímpetu que ponía en su nado, como en una ceremonia acuática en donde sólo hacía falta el canto de las ballenas llamando al pequeño extraviado en medio del oleaje. El grupo de turistas varados en la orilla observaba impávido la danza del español mientras Tupac explicaba de espalda quien habría descubierto la laguna, quienes la utilizaban, que la conquista no llegó al lugar y todas esas vainas necesarias para el viajero frecuente.

Fue un primer plano cinematográfico el recuerdo que tengo de Tupac al percatarse que el gallego estaba en medio de la laguna. Un giro inesperado de su cabeza, la desfiguración de su rostro en cámara lenta y un desgarrador alarido que amalgamaba desazón, pánico y culpa en tanto escupía palabras y una lluvia de baba descolorida.

El promlema es que ña han muento 15 pensonas este merano. Decia medio agitado el autóctono guía.

Claro, físicamente en la altura -explicaba Tupac- la laguna succionaba a las personas hasta el fondo para luego liberar sus cuerpos muertos, hinchados y cocidos semanas después. Debo reconocer que nos costó entenderle el dialecto a Tupac, pero una vez recibido el mensaje la cara de horror, la cámara lenta, la baba y la desfiguración del rostro eran nuestras al considerar que esa información jamás nos fue entregada.

El español volvió sin problemas, conversamos un rato con él mientras se secaba y el resto se bañaba en la orilla, riendo y disfrutando del paraje sudamericano hermoso y hostil, maravilloso, salvaje y -claramente- desinformado...

miércoles, junio 08, 2005


Lamentable la situacion de crisis politica y social en Bolivia, sin embargo no he querido dejar de contar esta anecdota sucedida en los viejos buenos tiempos en la hermana nacion...
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Bolivia prístina

Era mediodía y el sol pegaba intensamente a pesar del paso aletargado de una nube pomposa y extraviada en medio del invierno boliviano. Gabriel había sacado su toalla y yo me encontraba esperando pacientemente su tradicional demora para emprender rumbo a una laguna termal ubicada a 4 mil metros de altura en Potosí.

Tengo como imágenes de cine. Nos veíamos como dos hippies caminando en la Bolivia mediterránea con sus cabelleras al viento y sin preocupaciones más que encontrar la bendita laguna que –según los lugareños- tenía como 50 metros de diámetro y su lodo tenía propiedades curativas, minerales y cuanta tontera que se inventa para sacar provecho de los turistas incautos que –claramente en este caso- no éramos nosotros.

La toalla áspera de mi compadre servía como bandera en medio de una carretera perdida ubicada en plena pampa altiplánica, medio seca, medio verde, de azulosas tonalidades en el cielo, en vivo tecnicolor, explotando los contrastes y dándole una falsa sensación de saciedad a nuestros pulmones atareados en la altura. La brisa acariciaba nuestros rostros jóvenes y agobiados de tanto proceso extraño que nos presentó la vida, como sabiendo que ese instante era un premio divino, una recompensa por tanta desventura acumulada en años de adolescencia y juventud.

Letreros que señalizaban kilómetros inexistentes, rutas que jamás fueron, un incendio a medias y un pueblo abandonado a la buena de Dios, fue el recorrido pausado de 3 horas a pie de la hora y media que nos habían indicado que quedaba la bendita laguna. Era extraño, nunca vimos a nadie en esa caminata, nunca se nos acercó un perro ni persona alguna en ese tránsito expedito.

El silvido constante del viento remecía los pocos arbustos que se encontraban en el lugar, como pidiéndonos que continuáramos. Avisando extrañamente que el destino estaba por llegar.

El pueblo abandonado había sido construido en la época colonial, se notaba. Hierro forjado recubierto en óxido polvoriento, casas de primer piso y fachadas oscuras por el paso del tiempo gritaban su condición de murallones blancos en alguna época, como abuelas señalando la quinceañera foto de estudio ubicada en medio del salón.

El far west era como la tónica, cáctus creciendo sobre techumbres de teja ploma y rojiza, calles construidas a base de pequeñas piedrecillas redondeadas y pulidas. Era de la típica arquitectura colonial pudiente en la época de la extracción de la Plata en Potosí, cuando Bolivia podía financiar a toda latinoamérica y sin embargo lo hacía sólo para los españoles y cuanto personaje que besaba la corona.

Una pileta inundada en medio de una plaza central, la conversación inconexa y el cansancio nos hizo detener el camino un par de minutos para recuperar fuerzas y luego avisorar la montaña que nos esperaba. Ningún vehículo pasó, ningún cuestionamiento. Sólo la inexplicable presencia de una pileta llena de agua nos hacia vernos de cuando en cuando para no hablar nada y decirnos todo en la deformidad de nuestros rostros de pregunta.

¿Qué hago acá? ¿Quién manda a un par de jóvenes a encontrarse en medio de la nada? ¿Porqué este lugar y no otro?. Bueno a pesar de lo barato que significaba veranear en aquel país, el resto de las preguntas no fueron contestadas.

El amago

Las piernas pedían ayuda y no había nada más que dársela con trémulos movimientos deportistas para liberar el ácido que endurece la musculatura, rememorando las clases de Educación Física del colegio.

Caminamos y caminamos, esperando que del cielo nos cayera una cerveza bien helada, cuando el espíritu de Rodrigo de Triana tomó posesión del cuerpo de Gabriel y como si hubiese encontrado las indias, agua en el desierto, o un oasis en medio del Sahara, gritó con todas sus fuerzas.

¡Una vertiente hueón!.

Fue la primera frase que escuché en horas de recorrido: una vertiente. Efectivamente caía un minúsculo chorro de agua por una pendiente que, indudablemente, alcanzamos. Creo que estuvimos media hora en una ducha altiplánica, gritando de emoción y creyendo certeramente
+ que la Laguna estaba a escasos metros de nosotros. Era agua termal, de eso no cabía duda, incluso explicábamos teóricamente el espumante chorro blanco que caía desde la altura.

-Son minerales hueón!.
-Sí, son minerales.
-Que rico hueón!,
-Si que rico,
-Que saludable!,
-Sí, que saludable.

Hastiados de la ducha natural subimos como montañistas que no éramos en búsqueda de la bondadosa madre tierra y el regalo natural que nos entregaría esa tarde. Adhrenalínicos y expectantes subíamos sin mirar el sendero de cabras que se había hecho en el lugar, hasta llegar a la cumbre y sonreir por la meta cumplida.

Una vez arriba y descansando de la agobiante puna nos encontramos con los primeros 3 seres humanos en muchas horas. Se trataba de indígenas, un joven y dos mujeres con rostros cansados, trenzas largas, con sus ropajes típicos a un costado de lo que se veia una pequeña piscina que se llenaba con un brazo de la laguna.

Un espectáculo. Los indígenas habían amarrado sus enseres al único arbusto del lugar. Aguayos, gorros a medio coser, sucios zapatos rotos y una bolsa de tela negra acompañaban una tiznada olla que despedía intensos aromas a un guiso cocinado sobre la base de alpaca frita y papa chuño.

Era idílico, una pristina escena del no desarrollo, como volver 500 años atrás y ver una civilización en medio de su auge, sin Discovery Channel, sin cedazos mediáticos que nos moldearan la opinión. En vivo y en directo la historia de américa latina se nos presentaba impactante e inmediata.

Un Antropólogo y un periodista, vestidos de turista, festinando el espectáculo humano que se veía. Festinando como las cholitas y un joven familiar hablaban en quechua, mientras desnudos, se bañaban y tomaban el detergente para repasar toda su humanidad en medio del agua temperada, limpiando de su cuerpo aceitoso, ajado y obscuro el extenuante y sudoroso día de trabajo.

Entonces, solo entonces, fue cuando nos percatamos que el mineral espumante que suponíamos nos regalaba la madre naturaleza en la exquisita vertiente, lo producían las primeras tres personas que veiamos en mucho rato.

-Exquisito!!
-Si, hueón, exquisito.
-Hermoso!!
-Si, hueón, hermoso.
-Vámonos!
-Si, hueón, vámonos.

El sincretismo, me explicaba Gabriel, entre sonrisas neuróticas y jadeos incontrolables. En el instante no me preocupé ni de la puna, ni de lo cercano que estábamos de la meta. La verdad, me sentí un poco ridículo, no por haberme bañado en agua enjabonada, sino por haberme jactado de la mineralidad del agua y más aún, por darme el lujo de sorber a ratos el agua termal, dándole gracias a dios por aquel regalo.

viernes, junio 03, 2005


Lo mas probable es que me tome una revancha por tanta desventura y le de una pronta solucion a un problema que linda en lo paranormal...
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Una bicicleta por favor...

Ciertamente no era un domingo como cualquiera. Se trataba de un domingo por la mañana, de esos que hace bastante tiempo no tenía oportunidad de presenciar. El día estaba como hecho a la medida. Una tremenda montaña nevada, un cielo explotando en un azul intenso y cientos de amantes de la vida sana revoloteando en una gran cicletada familiar.

Impresionante. Era el mismísimo día del señor junto a los Furiosos Ciclistas, el Movimiento Arriba e’ la Chancha y un sinnúmero de cabros chicos montados sobre sus bicicletas, mostrando orgullosos los números en sus espaldas y gritando consignas como: ¡Morir pedaleando, en auto ni cagando! Y cosas de esa índole. Muy participativo y militante, lo más destacable de la jornada junto a un SEREMI de salud, Mauricio Ilabaca, haciendo de incógnito dentro de la multitud.

Sinceramente, lo que me llama la atención de la cicletada y de la opción ecologista de los bicicletudos, es lo simple que se me habría hecho la vida siguiendo sus preceptos, considerando que -como automovilista que soy- he tenido una persistente mala raja con mi camioneta roja.

Muchos me han dicho que está maldita. Que tiene un espíritu chocarrero dándole al tarro para hacerme de algún mal que termine –al fin- por quitarme la vida. Sin embargo, dentro de la mala raja, tengo buena raja, y esto porque –lisa y llanamente- el pulento me tiene buena. Ya lo creo, sino hace rato que tendría la lápida escrita y a mis seres queridos encalillados en quizás cual cementerio de chépica silvestre.

La Colomba es complicada, para que estamos con cosas, sin embargo igual le tengo cariño. Tanto es así, que puedo graficar sus primeras panas como en el libro de una recién nacida. La primera: “quebradura de luz de frenos”; Segunda: “topón en la puerta trasera”; Tercera: “palanca de cambios”, pana no menor; Cuarta: Un pequeño toponcito que costó un foco trasero y una linda arruguita en la lata. Quinta: Cagó la radio. Sexta: Otro pequeño toponcito, que costó un frontal, dos focos, capó, radiador, parabrisas y parachoques. Nada grave, nadie resultó herido, gracias al pulento, por supuesto. Sin embargo, al tiempo, se cayó una moldura, se quebró nuevamente el parabrisas, murió el sensor de velocidad y -por culpa de la radio nueva que le compré- cagó un foco, el encendedor y el panel con la hora y temperatura. Esa onda.

Eso no es nada. Iba embalado por la ex carretera panamericana y un estruendoso ruido del motor me obligó a detenerme frente a una populosa población, en donde –según cuentan las malas lenguas- habían matado a Rambo y violado a la Mujer Maravilla. A pesar de eso, no tuve miedo, por que quienes andamos esquivando el TAG, estamos acostumbrados a la barriada y a los beneficios que acarrea el reggetón. Me fueron a buscar, me remolcaron. La pana: Se me cayó el motor. ¿Cómo? Sólo el pulento lo sabe.

El tipo del remolque venía con un mecánico que se hizo cargo de la Colomba. El hombre dentró a picar y terminó la pega. Todo esta impeke, me dijo. Me subo y le digo: Bien, tiene buen sonido, ¿Vamos a probarla? Entre molesto y altanero negó esa posibilidad recalcando que estaba buena y que su trabajo era sacrosanto y honesto. Entonces, me subo, pongo reversa y la bendita camioneta roja ya no tenía marcha atrás. Luché una semana con el desgraciado para arreglarla para –luego- abortar misión, llevármela como estaba y percatarme que además me cagó en sensor de temperatura.

Se que puede resultar una lata este relato, pero estoy, realmente, harto. Sorry. Si no lo cuento aquí seguiré atormentando a la pobre Mona con mi desdicha. Finalmente, siguiendo el consejo sabio de quienes saben apreciar el estímulo automotriz me dicidí a venderla. Para ello, entró nuevamente al garage. La arreglaron todita, quedó como la cenicienta en fiesta, hermosa, brillante, si hasta un príncipe quería casarse con ella. ¿Que le pasó?. Le llegaron las doce, reventó dos neumáticos y se destruyó el parachoques. Mala raja, definitivamente es mala raja. Sin embargo, vuelvo a insistir, buena raja también por esa última me pudo costar un poquito más caro, considerando que iba arriba a una considerable velocidad.

Lo más probable es que me tome revancha por tanta desventura y le de pronta solución a un problema que linda en lo paranormal. Para ello pondré un aviso en los clasificados gratuitos de Zimio.com con el siguiente texto: “permuto camioneta roja por bicicleta en buen estado y un psicólogo automotríz.”