lunes, julio 25, 2005


Estaba recorriendo cada rincón de la casona. Gesticulando oraciones en un curioso dialecto con sus ojos en blanco mientras palpaba los murallones, el piso y cada espacio que le parecía, extrañamente, cargado.

Posted by Picasa

La casona de Eusebio...

De pronto apareció. Como acostumbraba, se ubicó en un lugar del patio central donde nadie tuviese oportunidad de verlo –al menos- por unos minutos. Si no fuera por una abrupta estampida de palomas, podría haber estado más tiempo a solas.

Ese día había bajado la temperatura como nunca antes en el Santiago antiguo, presagiando la crudeza del invierno que vendría las semanas siguientes. Podría haber sido un día martes como cualquier otro, pero no. Esta vez me encontraba cagado de susto y sin saber porqué.

Tuve suerte, creo. Fui el primero en descubrirle observando una añosa palmera chilena. Se veía como un espectro que cuidaba con celo sus dones y atributos. Tenía un pie sobre una piedra tallada, una mano en el bolsillo y la otra firme sosteniendo un cigarro al que daba cientos de caladas nerviosas para luego exhalar cansado y con la mirada extraviada.

El crepúsculo controlaba esa hora de la tarde y apagaba, lentamente, anaranjadas nubes y un vulnerable cielo color turquesa que mostraba orgulloso un par de estrellas antes de desvanecerse. Estaba en una casona patronal con largos corredores de adobe, teja y pilares de ulmo, que -según datos históricos- había pertenecido a Eusebio Lillo para, posteriormente, acoger a decenas de sacerdotes moribundos en un convento de ancianos durante la década del cuarenta. Ya en los ’60 la casa había sido expropiada por el Estado para transformarse en un orfanato para menores en riesgo social.

Fumaba en un transe permanente cuando me acerqué para darle un par de datos del lugar en que nos encontrábamos. Yo siempre he sido incrédulo, pero debo reconocer que este tipo me daba pavor. Incluso más que el creciente rumor popular que apuntaba a esa casona como un lugar del demonio.

Según lugareños, por las noches se veía la silueta de un sacerdote entrando y saliendo de habitaciones, susurrando plegarias que acababan en gritos desgarradores de una mujer de cabello largo azabache y pajoso. Puertas que se abrían sin explicación, sollozos que inundaban la noche, la repetida tos seca de un niño que mezclaba juegos infantiles y pataletas con el persistente silbido de su pecho.

Le hablé seriamente pero no respondió. Botó la colilla lanzándola al piso con fuerza, la pisó en un semicírculo y avanzó hasta una improvisada lápida que tenía escrita una frase de la Biblia “Dejad que los niños vengan a mí”. Me dio risa. Me acordé de Lavanderos, pero le seguí en silencio. Ya era de noche, me pidió que apagaran las luces. Nos quedamos en penumbra. Era su propio ritual, estaba contactándose con los espíritus que habitaban en la casona.

El médium venía del sur y tenía poderes que iban más allá de su condición de machi, él tenía una comunicación directa con los muertos. Por las noches debía pedir a cada alma en pena que le dejara dormir para –al día siguiente- escuchar sus peticiones y cumplirlas al más breve plazo. Ahora le estaba yendo bien, le habían contratado en la televisión por las mañanas, leía el tarot y hasta había anunciado el desplome del matrimonio de un conocido futbolista y una modelo. Era todo un personaje.

Estaba recorriendo cada espacio de la casona. Gesticulando oraciones en un curioso dialecto con sus ojos en blanco mientras palpaba los murallones, el piso y cada rincón que le parecía, extrañamente, cargado. Estuvo en todos y cada uno de los lugares. Visitó habitaciones, patios y bodegas como en una procesión a la que –lentamente- se le van sumando fieles, los intrigados vecinos del sector.

Yo me quedé a un costado de la palanca eléctrica y sintiendo que cientos de ojos estaban posados sobre mi persona, sintiendo cada uno de mi pelos erizados por esa mezcla brutal entre miedo, frío y estupor ante lo desconocido. No creía en nada, sin embargo estaba nervioso. Salté del susto al sentir una mano en mi hombro.

-Hijo, no se quede sólo, acá las cosas no son como ud. imagina.

Era una vecina, ofreciéndome un café caliente. Le agradecí el consejo y el gesto. Di tres sorbos, quemándome la lengua, para luego buscar complicidad, comentando que me parecía que el médium era –simplemente- un charlatán.

-Mire, como ud. debe saber, esa construcción es nueva, ahí no hay fantasmas. Este tipo cree que somos imbéciles. Le dije.

Era una casa quinta, con una tremenda extensión. El médium se encontraba lo suficientemente lejos como para no verme, escarbando secretos en una bodega que había sido construida hace un par de años por una institución pública. Estuve diez minutos con la señora, hablando de sus encuentros paranormales cuando de pronto una voz marcó mi nombre.

-Emilio!
-Rechucha! Grité sin pudor, chorreando a la señora con café.

Era el médium decidido a enfrentarme. Lo vi en cámara rápida llegando a un metro de la banca en donde me encontraba. Sus ojos estaban inyectados en sangre, sus labios resecos y cianóticos. Su hablar era lento y difuso.

Tú dices que esa parte es nueva y que no pueden haber “fantasmas” ¿no? – balbuceó esbozando una perversa sonrisa y en un sonsonete que no podía atribuírsele en un estado de normalidad.

Confesé de inmediato, me entregué ante el secreto develado, ante la inexplicable forma en que se enteró de mi vulgar pelambre cubierto de virulencia.

Mira, estábamos con la señora acá, y le decía que era imposible que en la parte nueva hayan fantasmas. Dije, en medio de un impresentable tartamudeo, mientras sentía un espontáneo aroma a flores marchitas y agua descompuesta que cubría el espacio.

Bajó la puntería conmigo, parece que sintió esa corriente recorriendo mi cuerpo entero, se dio cuenta del olor a cementerio que cubría mi aura. Como apadrinando mi temor, se dio el tiempo de explicarme que sí era posible y que, a raíz de la nueva construcción, un niño -que había muerto de pulmonía- iba a jugar todas las tardes.

Pero eso no fue todo, como en una bendita venganza fue describiendo parsimoniosamente a los enigmáticos personajes que me rodeaban. Estupefacto asentía cuando describió –con lujo de detalles- cómo la mujer de pelo negro se encontraba retozando su cuerpo efímero con el mío, buscando un amor no correspondido en cada hombre que pasaba por esos lúgubres pasillos. Sufrí de una extraña contractura en la cara mientras el médium imploraba al sacerdote que dejara de golpearme en el rostro con el rosario. Verdaderamente, lo sentí.

Lánguido y confundido escuché las indicaciones para limpiar la casona colonial. Una misa a medianoche. Una vela de cera natural cada tarde por treinta días. Plantar un canelo y un cítrico. Plegarias matinales. Me veía patético. Sudaba. Observaba de reojo. Sentía la orina en mis pantalones.

Estoy convencido de que no se trataba de sugestión, porque hasta el día de hoy mis pesadillas con ese lugar y personaje dejan en mi una sensación de temor e incertidumbre. A la misa nunca fui. Evidentemente, nunca más pisé la casona. El médium pronosticó un terremoto en el norte.

viernes, julio 22, 2005

¿Cómo estoy, Godoy?

lunes, julio 11, 2005


Bajé el vidrio a tientas y escuché el sonido de las criaturas de noche, como en un campamento solitario y oscuro, en una sinfonía llena de glamour popular...
Posted by Picasa

Noche, Nubarrón, Nostalgia...

La nostalgia presurosa tomó posesión del ambiente. Los colores eran los mismos de ayer, sin embargo sabían a algo distinto, como en un sueño invasor que -de un momento a otro- se transforma en la más feroz realidad.

Dejé a Mona en el aeropuerto, encendí un cigarrillo y caminé con premura para emprender rumbo a casa. Una intensa niebla aquietaba mi andar y terminé camino a Valparaíso –como siempre- sabiendo que mi objetivo era llegar a Santiago.

Podría haber sido la niebla, pero no. Eran los nubarrones de siempre en esta mente inquieta que tengo, esas lagunas que -combinadas con desorientación- me llevan por caminos desconocidos, evidentemente fuera de mi voluntad. Por suerte había un retorno cerca de Lomas de lo Aguirre que no se a que altura queda, por cierto.

Imágenes. Miles de imágenes se sobreponían al Santiago nocturno, se montaban sobre las luces de la carretera, sobre cada sonrojada luz de automóvil. De pronto me encontré sumando. Creo que llevaba unas 160 líneas blancas sobre el piso y 13 líneas continuas cuando, estrepitósamente -y como en un acto reflejo de lucidez- apreté el freno para no pasar por sobre una estampida de ganado furioso que, poco a poco, se fue transformando en simples autos cruzando plena Alameda de las delicias.

Al costado, un hombre de unos 50 años clavó su mirada en mi rostro asombrado, meneando la cabeza dentro de su Ford azulado y roido por el óxido. Sino fuera por el bombástico sonido de su radio habría comprendido sus insultos reiterados. Para mí fue como una hora de reproches hasta que nuevamente dieron la luz verde.

Traté de incorporarme, me conversé. Me llamé a la cordura, me concentré en manejar. Pero como si no estuviera presente observaba, desde las nubes, ese entorno extraño y hostil. Punketas y chicas dark en la Blondie, travestis por sobre la acera de Santa Rosa, Dealers y proxenetas en Plaza Italia, ebrios, putas y vendedores de flores danzaban vomitando su existencia en la fría noche santiaguina.

Me saqué los anteojos, que a esa altura no servían para nada, encendí otro cigarro, bajé el vidrio a tientas y escuché el sonido de las criaturas de noche, como en un campamento solitario y oscuro, en una sinfonía llena de glamour popular. Estaba dentro de una carpa gris escuchando los rugidos salvajes de la urbe, el grito silencioso de marginados y exiliados de esta exitosa economía neoliberal.

Casi al llegar a casa, me detuve frente a Plaza Ñuñoa y fijé mi mirada en los boliches cercanos, en cada automóvil, sus acompañantes que bailaban y gesticulaban. Me vi de adolescente caminado con una botella de cerveza en la mano y con mi novia en la otra; me vi reflejado en esa pareja apasionada de la esquina; me vi extrañando a quien había dejado abordando un avión hacia Cuba sólo cuarenta minutos antes…

miércoles, julio 06, 2005


En menos de tres segundos, la señora se levantó las faldas y me abrió la cremallera...
Posted by Picasa

Doña María de la Santa calentura

Era un día martes cuando mi tío Eduardo me mandó, por primera vez, a cobrarle el arriendo a la Señora María. Aquel día tomé el tranvía hasta Matucana con el talonario de recibos bajo el brazo, sonriente y pensando que si hacía bien la pega, tendría para comprarme –a lo menos- un traje a la medida.

Después de recorrer siete cuadras, encontré el 151, justo en medio de un renombrado cité de la época. Toqué tres veces y media, cuando salió una sonriente cuarentona maquillada, de bucles caoba y una copa de martini en su mano derecha.

-Buenos días, soy sobrino de don Eduardo y vengo por lo del arriendo del mes de marzo. Dije, como tratando de engrosar mi voz adolescente.

Abriendo sus ojos y entrecruzando sus piernas delicadamente, la señora María hizo un ademán con su mano izquierda para que entrara, para luego desaparecer por entre la obscuridad del pasillo y una sábana roja que separaba el living del resto de los cuartos.

Siempre dije que la doña debía llamarse Rosa ya que destilaba un impregnante olor a flores por la mañana. Ese día, su vestido era de seda purpúrea con visos beige, contrastando con su blanca piel casi transparente y los marcados lunares de su rostro y pecho.

Al entrar, observé detenidamente el parqué impregnado con la suciedad que deja el chorrear de copas en una divina juerga nocturna y olfatié el penetrante aroma que expele al día siguiente. Los sillones de madera y tapíz café claro, estaban debidamente desordenados y dejaban entrever plumas de sus almohadones y una que otra bombacha de color, perdida en la inmensidad del espacio de la habitación.

23 de Marzo de 1947, escribía en el talonario mientras la señora María sacaba de sus pechos un fajo de billetes para cancelar el arriendo, mientras dejaba sobre la mesa de arrimo un cigarrillo del que destacaba una boquilla de marfil con retazos de oro y un humo oscilante, gris e intenso que invadía –lentamente- la habitación.

Decidida, guardó cuatro billetes grandes para luego acercarse con ojos de leopardo, abrir sus piernas sigilosamente y abalanzarse sobre mi escuálido cuerpo. En menos de tres segundos, la señora se levantó las faldas, me bajó la cremallera, tomó mi pene exitado y lo introdujo en sus genitales, retozando con gemidos abismales y continuos movimientos pélvicos que despedían exquisitos y tibios jugos sobre mis pantalones.

Me parece que me cogieron hasta las tres de tarde, cuando la señora se levantó, tomó sus ropas e indicó -seriamente- la salida. Mi tío Eduardo no dijo nada, debía estar con el dinero a las 12:00 y llegué como a las 16:30 con la brancato deshecha y con una bendita sonrisa de oreja a oreja.

Recuerdo que en Abril llegué bien temprano a la oficina de mi tío ofreciendo mis servicios de cobrador, a lo que, imprevistamente, respondió con la más feróz carcajada, entregándome el talonario entre gritos entrecortados que me delataban ante sus empleados. Desde ese día la Señora María ya no me cobró por sus servicios y mi tío me nombró su cobrador oficial de Matucana, lo que me hizo, entre otras cosas, su ocasional empleado.

Pastas, carne y vino tinto me esperaban cada mes para recibir la plata del arriendo de la casa de citas de la señora María. Entonces sucedió lo inesperado y, lamentablemente, salí llamado al servicio militar, tal y como mi padre quería que sucediera.

En realidad no fue algo que me cagara la vida, pero perderme a la curvilínea cuarentona fue un fuerte impacto en mi adolescencia. Creo que me había enamorado de la cabrona...

viernes, julio 01, 2005

Estamos Claros Again...

Claro que vengo de a poco a tu vida
que tengo apretada contra mi pecho
el de rulos albinos de tenerte
que transmiten miel con envidia
para esos que miran ciegos por la ventana...

Claro que me voy si no encuentro mi vida que tengo hoy
Claro que te voy queriendo por que mereces
no más taciturnias ni lagrimurnias en tu vida exquisita
que ahora es la mía, más que nada.
Escucha y no veas. Ya no tuya es esa vida que tienes
por que mía es, la verdad que te digo, sin tomarte para mí
y queriendo sin querer queriendo

Vengo para rescatarme de ti y salvarte de mi
en tanto en cuanto, ¡y si señores!
se nos viene la vida de la que fuimos y queremos abortar
en un sueño prolongado de un segundo que es medio
y menos de la mitad.

Somos lo que queremos, amamos y respiramos
sin querer entrar en razón porque -bien que tú sabes-
afecta la vida, afecta la emoción
aquella, esa, que nos embadurna con perfume de aroma al instante
que me encanta, y que a veces también, te espanta más que te encanta.

Escribo en el limbo, pensando que no pienso
queriendo lo que quiero, que eres tú en la silla de cinco patas y mimbre sintético
que a veces se llama cama, auto y corazón de amor que te tengo
más que a nadie.

Sigo camino a tu casa siempre, que no es mía y lo es.
Que vivo solo en esta compañía de siempre y no me voy jamás queriendo querer irme nunca de tu lado que es el mío y que necesito de ti, siempre y cuando necesites de mí.

Por que eres de ojos mermelada y anchas caderas
de hijos mios y tuyos que vienen en camino
de piedra lisa y humectada de tu persona,
su madre que será la que cuida sin odiar
por que vienen a quedarse
y son lo que seremos y queremos que sean por siempre
tu carne con la mía que son una sola...
hoy y mañana
en Santiago y en la playa.