martes, octubre 25, 2005

El Capo de Yarur. (IV Parte)



Yarur tenía en mente algo grande. Quería trascender en la región, ganando dinero en el mercado formal y transformándose en el patrón del mercado negro. Tenía el recuerdo de su padre, de sus inicios comerciales en Chile, de su inconmensurable esfuerzo por sobrevivir junto a la familia; de la hambruna producto de la guerra; el éxodo y el viaje en barco que les trajo a Sudamérica desde el medioriente.

Recordó ese día como si fuese ayer, del encierro obscuro y las nauseabundas marejadas en medio de la noche; las decenas de enfermos que terminaban amortajados deslizándose desde cubierta para hundirse en el medio del Atlántico, entre llantos y cánticos árabes; de aquel frío paralizante en el estrecho de Magallanes y del arribo en Punta Arenas, lugar donde comenzó a escribir su historia. Después vendría el asentamiento y el esfuerzo de su padre por insertarse en un medio hostil. Primero por la barrera idiomática, después por el color de su piel, sus costumbres comerciales y la absorbente dedicación al trabajo.

El turco Yarur salió a eso de las 11:00 de la mañana desde la casa de putas que comandaba la Tía Laly, madre de su esposa. A ella no le importaba cogerse al yerno. Sin embargo eso no ocurría. Ellos habían pactado ayudarse mutuamente para tomar el mercado negro, organizar el hampa y conseguir el respeto de la esquiva sociedad talquina, como queriendo pasarle la cuenta con su presencia y poder.

Esta vez no daba lo mismo. Podía ser martes o viernes, mañana o noche y la Tía Laly mantenía su apariencia habitual: una exquisita reina de malos hábitos. Kilos de polvos de ángel en su cara, lápiz labial furioso y un marcado lunar falso sobre la comisura de su boca, esa que sostenía unos carnosos y firmes labios que solía relamer con audacia a pesar de cargar con casi 60 años de humanidad.

Doña Eulalia, tenía un particular garbo, se veía como una hermosa indígena mestiza, una especie de Malinche con aire europeo. Vestida con un corsé que abultaba su busto, exageradas blondas y zapatos de charol, no se sabía con certeza porqué, desde muy joven, dejaba crecer alevosamente un incipiente bigote entre las arrugas que ostentaba bajo su naríz aguileña. Era como mantener ese dejo campesino entre sus llamativas ropas para enrostrarlo en las caminatas por la plaza central, escandalizando a las beatas con su presencia.

Yarur salió con el ánimo a reventar, sonriendo más de lo debido. No sólo para mostrar su nueva dentadura sino porque sus planes se iban concretando a paso seguro. Esa mañana había concertado dos cosas: ampliar su negocio hasta Punta Arenas y expandir el negocio de la prostitución de doña Eulalia hacia el norte con un representante que no se podía negar: Jaime, ya un reconocido timador y tahur de la capital.

El turco manaba vitalidad. Había sacado cuentas y tenía, prolijamente, escrita la deuda de sus negocios con el gordo por la compra de telas a sobreprecio, sumada a la deuda que éste mantenía con las señoritas en casa de la tía Laly.

Pese a la evidente ansiedad, estaba tranquilo. No sólo porque sabía que Jaime no podría negarse ante un papel con deudas debidamente acreditadas, sino por que, además, ya contaba con los servicios de cuatro matones de la zona, conseguidos por doña Eulalia. Sólo faltaba una cosa: el arribo de la víctima, quién -después de ahogar a Marina con un erupto inconsciente- conducía con el acelerador a fondo, divagando un exótico plan.

(To be continued)

martes, octubre 18, 2005

El berrinche de Marina.


Afirmándose un rebelde botón que delataba un manto de pecas que adornaba su pecho, Marina escuchaba a Jaime pensando en otra cosa. Tomó su pedido mordiéndose los labios y rompiendo el papel con su lápiz, acelerando el paso a través de un parafraseo telegramático y, claramente, despectivo.

Entregó la comanda y se dirigió, con el ceño fruncido, a enfrentar al barman que –en ese instante- repasaba un par de copas de vino con un paño maloliente y grisáceo. Su petición insolente de atender al gordo por un par de billetes debía ser castigada. Le miró fijamente y, en un arranque de rabia, le arrebató el bisoñé azabache que cubría, malamente, parte de su frente y mollera.

Jaime y los campesinos despertaron en medio de la quietud y el agobio con una inevitable explosión de risa ante la afrenta pública. Marina empuñaba el peluquín con furia, en una bravata colmada de improperios, dando inicio a una hilarante disputa por el postizo del barman.

Lanzando constantes vahos de sopa recalentada, la puerta batiente de la cocina tomó vida y no dejó de moverse después de la venganza de Marina. El rechinar de la puerta deshidratada y falta de aceite se transformó en un musical y constante ritmo.

Gritos y platos destrozados devolvieron el silencio mientras, lentamente, las bombillas se incorporaban en sepias al conectar la palanca de electricidad en una batería de 12 voltios que pertenecía al administrador del boliche.

Sonaba una nueva ranchera, cuando se vio salir al barman derrotado, sosteniendo un felpudo parecido al bisoñé, dos arañazos en la cara y una andar extraño producto de un patadón en la entrepierna que dio como resultado el inmediato despido de Marina.

Jaime observaba el incidente altanero, escarbando en sus dientes con un palillo que encontró sobre la mesa, sin sentir culpa ni compasión por nadie. Riendo con sus ojos, chasqueó sus dedos para acelerar el pedido. Lo esperó con paciencia, moviendo las migajas de pan duro que se encontraban sobre la mesa y haciendo sonar con su lengua entre los dientes. Miraba ausente por entre letras pintadas al revés cómo el polvo se tomaba la calle en ráfagas de viento inconstantes y furiáticas.

Comió con pulcritud, haciendo gala del festín, sorbiendo cada coyuntura del animal horneado e hidratando sus labios con una desordenada y viscosa película brillante. Después de beber un último sorbo de vino en una vaso empavonado con sus huellas digitales, tomó su chaqueta para limpiarse los dedos, dejo tres billetes y se dirigió a la Ford que le esperaba ardiente en el estacionamiento.

Arregló su corbata, se olfateó la axila derecha y entró a la camioneta desde donde escuchó un sollozo contenido. Era Marina escondida entre las telas que había destinado al turco Yarur.

(To be continued)

lunes, octubre 03, 2005

LAS TELAS DEL TURCO (II parte de un martes de febrero)


Para Jaime ir a Talca era un gran jolgorio. Primero porque traerle telas importadas al turco le llenaba los bolsillos de efectivo, al ser –como decía- su mejor pichón. Y segundo, porque en sus noches de ocio podía ir a las reconocidas fiestas en la casa quinta de la tía Laly, ubicada en el borde rural de la ciudad.

Calvo, sonriente y con bolsas moradas bajo sus pupilas verdes, el turco Yarur, acostumbraba a golpear a sus pequeños hijos frente a cualquier extraño, excusándose que le robaban los escudos de la caja para comprar golosinas, delatando su tacaña forma de relacionarse con el mundo.

A lo largo del tiempo, el turco le fue tomando cariño. Quizás porque Jaime era el único que podía hablarle de frente y soportar un extraño poutpurrí verborreico e inentendible y esa maldita halitosis crónica que inundaba hasta los ambientes más ventilados.

Eso siempre lo tuvo claro, para vender hay que sonreir, dar consejos oportunos, decir que sí y mirar de frente. Y eso fue lo que hizo. Incluso un día tuvo la oportuna impertinencia de decirle -seria y delicadamente- a Yarur que si no solucionaba su problema, la joven Eulalia se iría con el primer hombre que le ofreciera su cariño.

Con estas palabras, hizo que el Turco tuviera que extraerse todas y cada una de sus piezas dentales para acabar, de una vez por todas, con esas insoportables tardes de intenso dolor de muelas que le provocaban una purulenta infección en la pieza 22 y las históricas caries que -a esa altura- raían con furia el hueso de su mandíbula.

El negocio de Jaime era bastante simple pero trabajoso. Él se dedicaba a comprar en el mercado negro porteño, para luego revender a lo largo del país a un precio razonable, situación que cambiaba en Talca con el precio que le cobraba al Turco. Por eso, llegar a aquella ciudad era símbolo de estabilidad, por lo menos, un mes y medio. De un solo zarpazo, podía aliviarse y quedar tan feliz como la segunda noche de bodas de una virgen.

Siempre tuvo la sospecha de que el turco sabía que lo estaba cagando con el precio de las telas y, por alguna extraña razón, dejaba que sucediera. Y no estaba equivocado. Por cierto, Yarur como buen árabe manejaba los precios de mercado y, claramente, también, los del mercado negro. Es más, era él desde las sombras quien manejaba los obscuros negocios en la séptima región. Pero ese pendejo le caía bien, su convencido verseo charlatán, le causaba gracia y hasta podía contarlo como anécdota ante los pocos amigos que tenía.

Al famoso Turco no le molestaba en absoluto que llegara el gordo sibarita cada trimestre a cuentiárselo con sus mercancías. Simplemente, a él, lo consideraba parte de la familia comercial y un vivo exponente de las tradiciones mercantiles del medioriente, claro que con la chispa del latino pícaro y ladino con los visos propios de un rebelde chileno medio, criado en fundo y colegio hebreo pero que prefirió irse a putear en vez de seguir los pasos de su familia oligárquica.

Donde la tía Laly se contaban historias del Turco Yarur, pero Jaime siempre estaba tan borracho y ocupado que hacía caso omiso a las historias que se tejían en torno al personaje. Para él era otro imbécil más que le daba las monedas suficientes para bacanear y ponerle bencina a la Ford que había transado recientemente. Era extraño, pero jamás tomó en serio lo que significaba Yarur en la zona. Simple arrogancia, niñería o estupidez, ni él ni nadie nunca lo sabrá. Sólo lo trataba como a cualquiera y ya. Yarur lo respetaba por ser tan entrador y careraja, tal como le conocían las putas de todo Chile a quienes, a cierta hora, les cortejaba coquetamente para luego pedirles que anotaran la atención en el crédito que gentilmente le habían otorgado sólo a él.

(To be continued)