¿Cree Ud. que cuando enloquezco soy el hombre más cuerdo del mundo?
Nosotros lo creemos -yo y mi otro yo- los mismos de siempre, esos que cada día desgarran su alma por vivir minutos esquivos. A veces nos agobiamos como otros, nos hartamos de estar cansados.
No conseguimos conciliar ni reconciliarnos. No logramos anestesiarnos estando en vigilia ni despertar en medio de esta pesadilla. Somos un engendro de la impericia. Criados en la desesperanza. Dos amables desperdicios atesorados por siglos.
Amén. Amén
Situados en el centro de un terrorista virus mutante, vamos arrastrando las cadenas de la tiranía, encubriendo la violencia con violencia, encubriendo esclavitud con visos de libertad restringida.
-¿Quién puede contradecir el reflejo innato del asaltante? -¿Quién puede cuestionar su legítima defensa?
La ética mafiosa nos dará sus lecciones y los padrinos darán un golpe de estado en el cielo y en la tierra. Los imbéciles, laburantes y predicadores iremos al limbo gustosos repitiendo publicidad en el corte comercial.
El riachuelo se transforma en lago y el lago en un océano de salivas falaces. Paradójicamente el analista travesti ahora es consultante, buscando respuestas en un paciente todopoderoso.
Aún no comprendo señor paciente cual fue el error que cometí. ¿Porqué estoy matando hormigas con tanto gusto?, ¿Porqué me hechiza el picante aroma de la muerte?
Se trataba de una noche iluminada por la voluntad de una luna altanera. Ráfagas de viento y una muchedumbre cosmopolita yendo y viniendo por las secas calles de San Pedro de Atacama. Estaba decidido, bebería un último sorbo y marcharía al claustro. Era una especial temporada. Tiempo de orear el alma como un sucedáneo anacoreta. Lectura. Soledad. Naturaleza.
Esa noche, la magia del desierto fue envolviendo mis sentidos y los de muchos en esa catedral de techumbre estrellada. Por eso no me fue extraño dejar que mis pasos doblaran por la esquina equivocada como buscando el centro donde se cocinaba el hechizo del norte.
Instintivamente seguí a un grupo y conversé. De pronto me encontré bebiendo licores ajenos, conociendo delirantes personajes, experimentando un calor exento de sofoco. Era una fauna limpia que no preguntaba ni buscaba explicaciones, sólo disfrutaba de una infinita libertad de los sentidos. La locura más cuerda que jamás había imaginado.
Al final del camino una fogata y cientos de personajes rodeando a un mestizo que escupía fuego al son de improvisados músicos percusionistas y nasales cantos africanos. Dos belgas bailaban semidesnudas coqueteando con la belleza de cada uno de nosotros. La multitud regalaba apasionados besos y sonrisas a quienes llegábamos, entregándonos una particular bienvenida. Regalándonos bocanadas de felicidad en perfumados cigarrillos que recorrían el lugar de mano en mano, moviéndose como un enjambre de luciérnagas, sin dinero ni preguntas, sin traficantes ni señuelos de urbanidad. Danza explosiva en sepia, capoeira, sudor, amor libre y respeto.
Esa noche todos estuvimos en un sólo cuerpo. Sincronizados vivimos una gran liturgia sanadora, un baño espiritual, un regalo espontáneo y sincero. Sí. Puedo asegurar que en ese instante estaba Dios compartiendo junto a nosotros, interpretando la infinidad de lenguas que allí se encontraban, dedicándonos cada una de esas deformaciones de nuestro cuerpo y sombra producto del fuego y su baile. Era un Dios humano, sin rostro ni prejuicios, sin culpa ni pecados. Un Dios que -si existe- es puro, santo y profundamente alucinógeno.