martes, octubre 24, 2006

SALA CUNA



A las 06:00 de la mañana estaba abriendo el sifón para darme aquella ducha que marca la diferencia entre el día y la noche, entre el sueño y la lucidez. Se trataba de un día especial, un nuevo día de aquellos que se me caen encima desde que nació mi primogénita.

Hoy fue uno de esos. Un nuevo proceso de esta nueva vida. Me encontraba untando una tostada con mantequilla cuando vi caer un par de lágrimas sobre las mejillas de mi bien amada. De pronto un par se transformaron en un mar surcando su rostro enrojecido, haciendo un cuadro perfecto con aquella voz trémula que emerge en el cultivo de la tristeza.

Minutos después dejábamos a nuestra hija al cuidado de profesionales en una sala cuna. Debo confesar que jugué al macho recio, al hombre que llamaba a la cordura y entraba en razón para morigerar esa carga a su bien amada. Pero en el fondo estaba igual de apenado.

Me preguntaba si era miedo y me respondí que sí. Incertidumbre, también. Pero más aún, se trata de una nueva sensación culposa y amor traicionado. Como si por el hecho de dejarla en ese lugar estaríamos fallándole profundamente. Un pequeño consuelo es refrescar la memoria y recordar que la gran mayoría de los entes laburantes debe pasar por esto. Puede sonar ridículo en comparación con otras temáticas de alta carga emocional, pero sin lugar a dudas existe.

Extraño sentimiento. Aún recuerdo las tajantes palabras de ambos durante el embarazo que hablaban de la responsabilidad en el trabajo y que no era atendible el engañar al sistema para estar más tiempo con un hijo que recién nacía. Hoy me trago mis palabras y clamo por un nuevo trato. Un sistema más humano que comprenda que en si mismo está creado para nuestro bienestar y no para formar clones destinados a generación de dinero destetándolos cuando no es debido. Sencillamente, propongo un mínimo de 6 meses de permiso social para que las madres puedan amamantar tranquilas y sus crías aprovechen el beneficio natural de la leche materna. ¿Razonable no?

Me pregunto nuevamente: si tal fue mi dolor al dejar a mi hija con gente preparada para ello, ¿Cuál habría sido ese dolor ante una situación de verdadero cuidado?. Aún no tengo una certera respuesta, lo que si percibo es que hay que prepararse para una situación de envergadura, venga esta o no.

Curiosamente, en mi cabeza ha estado dando vueltas el recuerdo del malparido que dejó deforme y gravemente herido a su hijo de dos meses producto de los golpes que le propinó. Antenoche viendo el noticiario pensé que lo mejor sería que el pequeño falleciera y dejara de sufrir de una buena vez. Por suerte, así sucedió. Si antes de ser padre no perdonaba un acto como ese, creo que hoy voto a favor de una cadena perpetua sin beneficios al no contar con una pena de muerte.

En fin, tengo rabia con esa parte del mundo, se siente más cerca por esta nueva situación emocional. En resumen, mi hija bebió 40 ml de leche materna en la mamila que detesta. Las parvularias señalaron que fue un buen día para ella. Su madre, mi bien amada, fue calmándose en el transcurso del día. A mediodía la retiró del lugar. Ahora duerme plácidamente.

martes, octubre 03, 2006

LAS LÁGRIMAS DE ALFONSO



Como siempre, Alfonso venía caminando en zigzag, después de una nueva jornada bebiendo con desconocidos. Era tan brusco su andar que daba la impresión que caería al piso más temprano que tarde. Algo balbuceaba levantando el dedo índice mientras apoyaba su humanidad en alguna luminaria que contenía su cuerpo desgarbado vestido de harapos. Era una costumbre. Sus ojos se le inundaban de lágrimas cada vez que estaba en esa posición y miraba unos segundos al cielo. Posiblemente algún recuerdo de sus tiempos de trabajador de vida estable y familia constituida le robaban sentimientos de culpa y autocompasión.

Con mucho esfuerzo, logró caminar nuevamente para llegar entre vaivenes a la cancha de tierra que se ubicaba en medio de la población. Allí pudo sentarse y mendigar algunos sorbos de vino en caja que tenía el público asistente bajo las graderías hechizas. Todos esperaban ver al deportivo Fermín Gallardo como cada domingo. Ver a la familia representando los colores de la población y observar en cámara lenta como se levanta el polvo en cada espectacular amague de la celeste y negro.

Alfonso les conocía bien. Se había criado desde niño en aquel lugar de pobreza noble, familia y trabajo obrero. Sin embargo, en algún minuto decidió que en su vida sólo tendría la responsabilidad de extender la mano por alguna moneda solidaria y beber hasta el desmayo.

Ese día era especial, estaba toda la familia del Gallardo con parrillas encendidas, cajas y chuicos de vino de San Javier esperando la celebración. Incluso, el Presidente de Club había invitado al Alcalde para la inauguración de sus nuevos camarines, fruto del esfuerzo colectivo y de una sustancial inversión del municipio.

Alfonso rezongaba palpando su rostro cansado y encendido como el fuego. Sentía que esa nariz deformada por años de alcohol y siestas a la intemperie no le pertenecía. Sentado, orinaba como si no significara nada, sin moverse, sin abrir sus pantalones. Sus aguas corrieron por entre los tablones. Nadie dijo nada. Le conocían de antaño.

Se trataba de una ceremonia formal, con el respectivo corte de cinta antes de cumplir con la fecha del campeonato de apertura. Estaban en eso, cuando Alfonso -en un extraño arranque de furia- llegó a quitarle el micrófono al Alcalde. Quería simplemente hablar. Quería contarles a todos lo mal que lo había pasado todos esos años, quería decirle a su hijo que estaba ahí, que se sentía orgulloso de él y culpable por su ausencia, que su vida ya no tenía remedio, que presentía que la cirrosis hepática pronto le llevaría al quinto infierno.

Gritó. Nadie entendió nada. Sus gemidos guturales no comunicaban. Intentaba repasar frases y ordenarlas pero le era imposible. El contenido estaba sólo en su cabeza, dando botes. Fue un momento incómodo para el Presidente del Club y los pobladores. La gente le recriminó el acto. Le silvaron en repudio hasta que le sacaron en andas.

Afuera, apretó los puños y lanzó un par de golpes al viento. Como choro que fue un día. Agotó la paciencia de varios con su batalla hasta que, finalmente, un vecino le golpeó el rostro con fuerza. Alfonso cayó al piso sin entender que sucedía, quedó mirando al cielo. Nuevamente brotaron lágrimas de sus ojos, confundiéndose con su propia sangre. No volvió a pararse hasta que llegó la ambulancia.

3 semanas después falleció en el hospital producto de una falla hepática severa. Nadie fue a buscar su cuerpo. En la población dicen que le vieron vagando en la línea del tren.