Noche, Nubarrón, Nostalgia...
La nostalgia presurosa tomó posesión del ambiente. Los colores eran los mismos de ayer, sin embargo sabían a algo distinto, como en un sueño invasor que -de un momento a otro- se transforma en la más feroz realidad.
Dejé a Mona en el aeropuerto, encendí un cigarrillo y caminé con premura para emprender rumbo a casa. Una intensa niebla aquietaba mi andar y terminé camino a Valparaíso –como siempre- sabiendo que mi objetivo era llegar a Santiago.
Podría haber sido la niebla, pero no. Eran los nubarrones de siempre en esta mente inquieta que tengo, esas lagunas que -combinadas con desorientación- me llevan por caminos desconocidos, evidentemente fuera de mi voluntad. Por suerte había un retorno cerca de Lomas de lo Aguirre que no se a que altura queda, por cierto.
Imágenes. Miles de imágenes se sobreponían al Santiago nocturno, se montaban sobre las luces de la carretera, sobre cada sonrojada luz de automóvil. De pronto me encontré sumando. Creo que llevaba unas 160 líneas blancas sobre el piso y 13 líneas continuas cuando, estrepitósamente -y como en un acto reflejo de lucidez- apreté el freno para no pasar por sobre una estampida de ganado furioso que, poco a poco, se fue transformando en simples autos cruzando plena Alameda de las delicias.
Al costado, un hombre de unos 50 años clavó su mirada en mi rostro asombrado, meneando la cabeza dentro de su Ford azulado y roido por el óxido. Sino fuera por el bombástico sonido de su radio habría comprendido sus insultos reiterados. Para mí fue como una hora de reproches hasta que nuevamente dieron la luz verde.
Traté de incorporarme, me conversé. Me llamé a la cordura, me concentré en manejar. Pero como si no estuviera presente observaba, desde las nubes, ese entorno extraño y hostil. Punketas y chicas dark en la Blondie, travestis por sobre la acera de Santa Rosa, Dealers y proxenetas en Plaza Italia, ebrios, putas y vendedores de flores danzaban vomitando su existencia en la fría noche santiaguina.
Me saqué los anteojos, que a esa altura no servían para nada, encendí otro cigarro, bajé el vidrio a tientas y escuché el sonido de las criaturas de noche, como en un campamento solitario y oscuro, en una sinfonía llena de glamour popular. Estaba dentro de una carpa gris escuchando los rugidos salvajes de la urbe, el grito silencioso de marginados y exiliados de esta exitosa economía neoliberal.
Casi al llegar a casa, me detuve frente a Plaza Ñuñoa y fijé mi mirada en los boliches cercanos, en cada automóvil, sus acompañantes que bailaban y gesticulaban. Me vi de adolescente caminado con una botella de cerveza en la mano y con mi novia en la otra; me vi reflejado en esa pareja apasionada de la esquina; me vi extrañando a quien había dejado abordando un avión hacia Cuba sólo cuarenta minutos antes…
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