miércoles, junio 29, 2005

LA LARGA VIDA DE ARTEMIO

Ya mas calmado llegué a la que sería mi casa de verano. Esta era de adobe con un breve corredor en el frontis y una reja de madera en mal estado. Por dentro las habitaciones, pintadas de blanco, se distribuían por jerarquía familiar, así es que me tocó la de afuera, lo que me pareció lógico.

Conocí a Lilly, la esposa de mi padre, a mis hermanos y a un anciano que apenas hablaba. Pese a que estaba conociendo a mi familia, más me llamó la atención el anciano de ojos rasgados y claros. Este vestía una camisa blanca con los puños deshilachados, un pantalón negro brillante, ojotas y una chupalla impregnada de polvo. Ceremonialmente, todas la tardes, don Artemio se sentaba en una banca ubicada en el frontis de la casa para ver como la gente pasaba y, en algunas ocasiones, dormir la mona en pequeños lapsos interrumpidos por el paso de algún vendedor de la zona.

Con él hice buenas migas. En ocasiones me invitaba, con dos señas, a tomar una caña de vino con harina tostada detrás del gallinero. Primero me miraba por un largo rato, después levantaba las cejas para -luego- indicar el gallinero con los labios. Al principio no le entendía, pero con el correr de los días nos embriagamos en secreto, para volver con una gallina muerta o con una docena de huevos de campo. El hombre era cómico, despertaba como a las 5 de la mañana, se tomaba un mate, cortaba leña y -pacientemente- esperaba que la gente fuera despertando para tomar desayuno acompañado.

Lilly, por su parte, hacia notar que era distinta. Se destacaba por sobre la humildad campesina de su padre y la humildad de población de mi padre, se veía como una malinche, morena de ojos aceitunados y claros. Pelo largo, liso y azabache. Usaba un par de aros artesanales y una larga falda gitana que le daban un aspecto hippie, limpio y distinguido. Según supe, Lilly, trabajó desde jovencita y logró juntar el dinero suficiente para comprarse un departamento básico en Constitución para arrendarlo y traerse a su papá del campo.

Después de separarse de su primer marido tomó la determinación de tomar sus pilchas, largarse -de una vez por todas- e instalar un pequeño negocio de venta de ropa usada. Con ese dinero pudo enviar a su hija a ciudad para que estudiara la enseñanza media.

Conversé con mi padre pero jamás tratamos nuestro tema profundamente, sólo pequeños flashes del pasado que contextualizaban historias. Hablábamos de trivialidades, de su infancia y de cómo había llegado a ese pueblo. Para él la vida era un movimiento constante que terminó una vez que, con el negro Mario, emprendieron rumbo a la costa para ser pescadores. Con el negro se conocieron desde niños y trabajaron juntos en la fábrica de conservas en donde conoció a mi madre. Para él ese era un cuento al que no había que desenterrar y se esmeraba en señalar que me buscó por un tiempo y que mi madre y abuela me negaron cada vez que intentaba decirme que me quería.

Lloramos bastante. Pero cada vez que derramaba una lágrima, él sonreía al verme junto a su nueva familia, para -de un sopetón- tartamudear nervioso y repetir la historia de cuanto le costó cortejar y convencer a la Lilly de que pololearan. Llevaba cerca de un mes en su casa y todo lo malo que me habían hablado de él se esfumaba con las palabras. Con su familia, su historia en el sur de Chile, con la naturalidad de su nueva vida, con lo que veía hasta ese instante.

La Lilly lo quería, pero se notaba un tanto esquiva con él. Según mis hermanos era por que mi papá pasó por un profundo alcoholismo, se perdía por meses y a veces, sólo a veces, le daba un par de golpes a Lilly en el fulgor de una discusión por sus intensas e inigualables borracheras. El Conejo tenía ese fatídico defecto, pero intentaba con todas sus fuerzas dejar el maldito vicio. Si hasta se metió a una terapia intensiva en Alcohólicos Anónimos, que le sirvió un par de meses hasta que nos encontramos.

Por lo que se veía, la batalla la estaba ganando y con ella el cariño de su mujer y sus hijos. En casa tenían un caballo llamado Homero que en los antiguos tiempos le servía a don Artemio a cultivar la tierra.

¡Este huevón es mi mejor amigo, gancho!. Decía entre sorbos de su bebida favorita, la chupilca.

Si no se encontraba enfermo, cada fin de mes don Artemio se vestía de matrimonio para ir en busca de su pensión al pueblo. Se lavaba por presa, cambiaba la chupalla por una corralera negra que le costó 30 lucas y ensillaba al Homero, “al que peinaba con esmero” antes de partir.

La historia era conocida, una vez que cobraba el cheque, iba rumbo a la mejor chichería de la zona y no salía sino hasta las 11 de la noche sin recordar su nombre y sin un solo peso en los bolsillos. El dueño de la picá ya lo conocía, lo llevaba a la rastra, lo subía al caballo y -de una palmada- emprendía el viaje. El Homero ya estaba acostumbrado, levantaba la palanca de madera del portón con el hocico y esperaba -pacientemente- en el frontis de la casa a que descargaran a su amigo Artemio, que ya cumplía los 75 años.

Todos temían al fin de mes. Esos días eran peores que cuando a Lilly le llegaba la regla. Se ponía de muy mal humor, contagiando al resto, con excepción del anciano que se reía a escondidas y sobaba sus endurecidas manos haciendo un seco y extraño ruido que se potenciaba con la ansiedad de su rostro. Pese a las reiteradas promesas, ocurría lo de siempre. El caballo esperando en la puerta, cerciorarse si el hombre respiraba, y luego cargarlo al hombro hasta su habitación.

Lilly lo retaba y trataba -malamente- de explicar que ya no estaba para esos trotes y que podía sucederle algo. En silencio, con el ceño fruncido y los brazos entrecruzados, esperaba una respuesta que, también, siempre era que necesitaba
una cazuela de gallina con mucha "injundia". Dentro de mis brillantes aportes a la familia, le dije a mi papá que vendieran el caballo y que le compraran una bicicleta. Así, lógicamente, tomaría poco y tendría que volver temprano al saber que Homero ya no estaba.

En uno de esos arrebatos de locura, mi padre y su señora fueron a Talca a comprar una bicicleta, confiados en pararle la mano al abuelito. Le regalaron una bicicleta cromada marca Vargas, de esas nuevas para montaña. Ahora con el vehículo a pedales toda la familia estaba tranquila, el anciano no correría peligro y no bebería tanto.

Nuevamente llegó fin de mes, y don Artemio se puso su traje campesino de gala, agregando una faja roja de satín con flecos. Según indicó el Cabo de la tenencia que lo encontró, don Artemio habría caído a una acequia a eso de las 7:30 de la mañana, azotando su cabeza sobre la única piedra que había en lugar. Una brutal trombosis, lo dejó inconsciente y con el cuerpo paralizado, para luego fallecer en el Hospital de Chanco, después de una semana y media de vigilia, rezos y sollozos perdidos...

9 Comments:

At 10:12 p. m., Blogger Kike said...

La vigilancia, los rezos y los sollozos nunca se pierden. Siempre quedan con los que vigilaron, rezaron y sollozaron.

El recuerdo de haber estado ahí es algo súper reconfortante en esos casos.

 
At 9:37 a. m., Blogger Emilio said...

Sólo me refiero a los sollozos que se desvanecen en el aire, de aquellos que se van perdiendo por entre la cantidad de expresiones de dolor, esperanza y -finalmente- frustración. Como en un todo mecánico del dolor que abruma cualquier expresión independiente...

 
At 3:23 p. m., Blogger eduardo drouillas said...

Uf! al hijo lo hubiera votado el público pa que se fuera de la granja con cleta y todo.

 
At 3:31 p. m., Blogger Andrea said...

algo me quedó dando vueltas " toda la familia estaba tranquila". Tremendo.
eso de sollozos perdidos, está notable. me gustó.

salu2.

 
At 10:26 p. m., Blogger Sandra Carrasco said...

SúperHiperArchiMegalargahistoria...y buena muy bien contada!!!

 
At 9:30 a. m., Blogger Emilio said...

Esta vendría siendo como la segunda parte de la historia de fútbol que relaté hace unos días atrás. Personalmente, claro que votaría por la expulsión del chicoco de la granja vip, después de quebrar a un obrero y sentenciar a muerte -sin querer- al anciano.
Esta es una historia real y, efectivamente, la familia pensó que Artemio no bebería más si iba en bicicleta a cobrar la pensión, por tanto se quedaron super tranquilos hasta que llegó el paco con las malas nuevas. Mala onda.

Ah! y gracias por la paciencia, se que me extiendo demasiado para tratarse de un Blog.

Besos y abrazos para todos!

 
At 9:06 p. m., Blogger Muñeca said...

Uh qué mala pata la tuya!!!
te habia leído y esta es la segunda vez que hago este comentario... tu blog no me quiere... o estarás consprando para que mis comments no aparezcan??? jajaja... re paranóica... Un beso...

 
At 9:02 a. m., Blogger Emilio said...

Sus comentarios serán siempre bienvenidos en este Blog querida Sofia, es cuestión de tiempo, lo que sucede es que como hace mucho frío a este lado de la cordillera, el blog funciona en low y demora en su proceso.

 
At 1:38 p. m., Blogger Distemper said...

Notable historia. De alguna manera el que sugirió la compra de la bicicleta es cómplice de la muerte del pobre Artemio. A gente como él hay que dejarlos tranquilos, porque saben cuidarse solos.

Muchos saludos.-

 

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