martes, septiembre 27, 2005

Un martes de febrero.


Vestido ceremonialmente de gris marengo, corbata de seda italiana, brillantes zapatos bicolor, y un sombrero que le marcaba su entrecana cabellera, Jaime entró a la primera estación de servicio de Linares con la intención de refrescar una calurosa tarde de verano. Era un Martes de febrero y la escasa brisa sólo transportaba una nube tóxica de polvo y sofoco.

Sabía que el intenso trabajo amalgamado con la resaca que le provocó el conocido “festival del calzón”, tradicional fiesta del prostíbulo más caro de la zona norte, estaba llevando a sus 90 kilos de cuerpo a un estado catatónico que le obligaba a repetir una y otra vez “Nunca más, no tomo nunca más”.

Con dos marcadas aureolas en las axilas y un intenso sudor alcohólico, Jaime bebió lentamente una mezcla de soda fria y huevo crudo “para salvar la caña”. Con su chaqueta al hombro y sentado en la barra, sólo atinaba a observar a un par de viejos con sucias chupallas carcomidas por el sacrificado trabajo del campo. El lugar, debidamente ventilado por tres aspas impregadas de grasa, tenía 18 sillones encuerados color rojo, uno frente a otro, separados por una rectangular mesa enmantelada y adornado con un variopinto de flores de papel.

El reluciente piso, parecía representar el mejor tablero de ajedrez a escala y, por lo que Jaime estaba observando, la mejor vitrina de chicas de la localidad. Eso al contabilizar un gran porcentaje de muchachas guapas y de muy bonitas piernas, como decía siempre galán, que había visto durante los escasos minutos que allí reflexionaba.

El estado en que lo habían dejado las chiquillas del norte y el calentamiento del motor de su vehículo, lo llevaron a parar en tal lugar, previo a la visita que debía hacer al señor Yarur, un extraño árabe, dueño y señor del negocio de las telas en la ciudad de Talca y que apenas sabía pronunciar el nombre de Eulalia, su quinceañera esposa chilena.

El Ford estaba nuevo, se lo había permutado a un paitoco iquiqueño que trabajaba en el estrecho de Magallanes, por una bolsa de colleras de oro que -evidentemente- sólo eran enchapadas y unos abrigos de piel de nutria que ganó una noche de suerte con los dados. Por ahí hacía sus movidas el hombre, una cosa poca por aquí, una cosa por acá y a gastarse las ganancias en el burdel que ofreciera la mejor bailarina de la zona, la que estuviera de moda en el ambiente.

Abruptamente se cortó la energía eléctrica y los ventiladores dejaron de funcionar junto la ranchera de Antonio Aguilar que sonaba en una Radio a tubos que colgaba la cajera sobre su cabeza. Fue sólo entonces cuando fijó su mirada en la única mesera que no le había sonreído. Se trataba de una pequeña y frágil morocha de pelo castaño claro, casi rubio, que vestía el uniforme crema con toca y delantal blanco, típicos de los Centros de Servicio de la zona. Boquiabierto y olvidando la resaca, sacó un puñado de billetes arrugados y seleccionó el más imponente para entregárselo al hombre de la barra, quien se encargó de llamar a Marina, la pequeña sureña de sonrisa ancha y pechos protuberantes.

(To be continued...)