Bolivia prístina
Era mediodía y el sol pegaba intensamente a pesar del paso aletargado de una nube pomposa y extraviada en medio del invierno boliviano. Gabriel había sacado su toalla y yo me encontraba esperando pacientemente su tradicional demora para emprender rumbo a una laguna termal ubicada a 4 mil metros de altura en Potosí.
Tengo como imágenes de cine. Nos veíamos como dos hippies caminando en la Bolivia mediterránea con sus cabelleras al viento y sin preocupaciones más que encontrar la bendita laguna que –según los lugareños- tenía como 50 metros de diámetro y su lodo tenía propiedades curativas, minerales y cuanta tontera que se inventa para sacar provecho de los turistas incautos que –claramente en este caso- no éramos nosotros.
La toalla áspera de mi compadre servía como bandera en medio de una carretera perdida ubicada en plena pampa altiplánica, medio seca, medio verde, de azulosas tonalidades en el cielo, en vivo tecnicolor, explotando los contrastes y dándole una falsa sensación de saciedad a nuestros pulmones atareados en la altura. La brisa acariciaba nuestros rostros jóvenes y agobiados de tanto proceso extraño que nos presentó la vida, como sabiendo que ese instante era un premio divino, una recompensa por tanta desventura acumulada en años de adolescencia y juventud.
Letreros que señalizaban kilómetros inexistentes, rutas que jamás fueron, un incendio a medias y un pueblo abandonado a la buena de Dios, fue el recorrido pausado de 3 horas a pie de la hora y media que nos habían indicado que quedaba la bendita laguna. Era extraño, nunca vimos a nadie en esa caminata, nunca se nos acercó un perro ni persona alguna en ese tránsito expedito.
El silvido constante del viento remecía los pocos arbustos que se encontraban en el lugar, como pidiéndonos que continuáramos. Avisando extrañamente que el destino estaba por llegar.
El pueblo abandonado había sido construido en la época colonial, se notaba. Hierro forjado recubierto en óxido polvoriento, casas de primer piso y fachadas oscuras por el paso del tiempo gritaban su condición de murallones blancos en alguna época, como abuelas señalando la quinceañera foto de estudio ubicada en medio del salón.
El far west era como la tónica, cáctus creciendo sobre techumbres de teja ploma y rojiza, calles construidas a base de pequeñas piedrecillas redondeadas y pulidas. Era de la típica arquitectura colonial pudiente en la época de la extracción de la Plata en Potosí, cuando Bolivia podía financiar a toda latinoamérica y sin embargo lo hacía sólo para los españoles y cuanto personaje que besaba la corona.
Una pileta inundada en medio de una plaza central, la conversación inconexa y el cansancio nos hizo detener el camino un par de minutos para recuperar fuerzas y luego avisorar la montaña que nos esperaba. Ningún vehículo pasó, ningún cuestionamiento. Sólo la inexplicable presencia de una pileta llena de agua nos hacia vernos de cuando en cuando para no hablar nada y decirnos todo en la deformidad de nuestros rostros de pregunta.
¿Qué hago acá? ¿Quién manda a un par de jóvenes a encontrarse en medio de la nada? ¿Porqué este lugar y no otro?. Bueno a pesar de lo barato que significaba veranear en aquel país, el resto de las preguntas no fueron contestadas.
El amago
Las piernas pedían ayuda y no había nada más que dársela con trémulos movimientos deportistas para liberar el ácido que endurece la musculatura, rememorando las clases de Educación Física del colegio.
Caminamos y caminamos, esperando que del cielo nos cayera una cerveza bien helada, cuando el espíritu de Rodrigo de Triana tomó posesión del cuerpo de Gabriel y como si hubiese encontrado las indias, agua en el desierto, o un oasis en medio del Sahara, gritó con todas sus fuerzas.
¡Una vertiente hueón!.
Fue la primera frase que escuché en horas de recorrido: una vertiente. Efectivamente caía un minúsculo chorro de agua por una pendiente que, indudablemente, alcanzamos. Creo que estuvimos media hora en una ducha altiplánica, gritando de emoción y creyendo certeramente
+ que la Laguna estaba a escasos metros de nosotros. Era agua termal, de eso no cabía duda, incluso explicábamos teóricamente el espumante chorro blanco que caía desde la altura.
-Son minerales hueón!.
-Sí, son minerales.
-Que rico hueón!,
-Si que rico,
-Que saludable!,
-Sí, que saludable.
Hastiados de la ducha natural subimos como montañistas que no éramos en búsqueda de la bondadosa madre tierra y el regalo natural que nos entregaría esa tarde. Adhrenalínicos y expectantes subíamos sin mirar el sendero de cabras que se había hecho en el lugar, hasta llegar a la cumbre y sonreir por la meta cumplida.
Una vez arriba y descansando de la agobiante puna nos encontramos con los primeros 3 seres humanos en muchas horas. Se trataba de indígenas, un joven y dos mujeres con rostros cansados, trenzas largas, con sus ropajes típicos a un costado de lo que se veia una pequeña piscina que se llenaba con un brazo de la laguna.
Un espectáculo. Los indígenas habían amarrado sus enseres al único arbusto del lugar. Aguayos, gorros a medio coser, sucios zapatos rotos y una bolsa de tela negra acompañaban una tiznada olla que despedía intensos aromas a un guiso cocinado sobre la base de alpaca frita y papa chuño.
Era idílico, una pristina escena del no desarrollo, como volver 500 años atrás y ver una civilización en medio de su auge, sin Discovery Channel, sin cedazos mediáticos que nos moldearan la opinión. En vivo y en directo la historia de américa latina se nos presentaba impactante e inmediata.
Un Antropólogo y un periodista, vestidos de turista, festinando el espectáculo humano que se veía. Festinando como las cholitas y un joven familiar hablaban en quechua, mientras desnudos, se bañaban y tomaban el detergente para repasar toda su humanidad en medio del agua temperada, limpiando de su cuerpo aceitoso, ajado y obscuro el extenuante y sudoroso día de trabajo.
Entonces, solo entonces, fue cuando nos percatamos que el mineral espumante que suponíamos nos regalaba la madre naturaleza en la exquisita vertiente, lo producían las primeras tres personas que veiamos en mucho rato.
-Exquisito!!
-Si, hueón, exquisito.
-Hermoso!!
-Si, hueón, hermoso.
-Vámonos!
-Si, hueón, vámonos.
El sincretismo, me explicaba Gabriel, entre sonrisas neuróticas y jadeos incontrolables. En el instante no me preocupé ni de la puna, ni de lo cercano que estábamos de la meta. La verdad, me sentí un poco ridículo, no por haberme bañado en agua enjabonada, sino por haberme jactado de la mineralidad del agua y más aún, por darme el lujo de sorber a ratos el agua termal, dándole gracias a dios por aquel regalo.
6 Comments:
Euuuuuuu... "Rica" la experiencia. Igual bien, aunque no sé si sea repetible con lo que está pasando ahora.
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Guaaa!!!....que lata!.
Pame.
Guaaaaaaaaa!!!!
osea...Plop!!!
Encontré genial la anecdota y la relataste muy bien!!
aguita de potito...GUACALA!!!!!
Saludos
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