LAS TELAS DEL TURCO (II parte de un martes de febrero)
Para Jaime ir a Talca era un gran jolgorio. Primero porque traerle telas importadas al turco le llenaba los bolsillos de efectivo, al ser –como decía- su mejor pichón. Y segundo, porque en sus noches de ocio podía ir a las reconocidas fiestas en la casa quinta de la tía Laly, ubicada en el borde rural de la ciudad.
Calvo, sonriente y con bolsas moradas bajo sus pupilas verdes, el turco Yarur, acostumbraba a golpear a sus pequeños hijos frente a cualquier extraño, excusándose que le robaban los escudos de la caja para comprar golosinas, delatando su tacaña forma de relacionarse con el mundo.
A lo largo del tiempo, el turco le fue tomando cariño. Quizás porque Jaime era el único que podía hablarle de frente y soportar un extraño poutpurrí verborreico e inentendible y esa maldita halitosis crónica que inundaba hasta los ambientes más ventilados.
Eso siempre lo tuvo claro, para vender hay que sonreir, dar consejos oportunos, decir que sí y mirar de frente. Y eso fue lo que hizo. Incluso un día tuvo la oportuna impertinencia de decirle -seria y delicadamente- a Yarur que si no solucionaba su problema, la joven Eulalia se iría con el primer hombre que le ofreciera su cariño.
Con estas palabras, hizo que el Turco tuviera que extraerse todas y cada una de sus piezas dentales para acabar, de una vez por todas, con esas insoportables tardes de intenso dolor de muelas que le provocaban una purulenta infección en la pieza 22 y las históricas caries que -a esa altura- raían con furia el hueso de su mandíbula.
El negocio de Jaime era bastante simple pero trabajoso. Él se dedicaba a comprar en el mercado negro porteño, para luego revender a lo largo del país a un precio razonable, situación que cambiaba en Talca con el precio que le cobraba al Turco. Por eso, llegar a aquella ciudad era símbolo de estabilidad, por lo menos, un mes y medio. De un solo zarpazo, podía aliviarse y quedar tan feliz como la segunda noche de bodas de una virgen.
Siempre tuvo la sospecha de que el turco sabía que lo estaba cagando con el precio de las telas y, por alguna extraña razón, dejaba que sucediera. Y no estaba equivocado. Por cierto, Yarur como buen árabe manejaba los precios de mercado y, claramente, también, los del mercado negro. Es más, era él desde las sombras quien manejaba los obscuros negocios en la séptima región. Pero ese pendejo le caía bien, su convencido verseo charlatán, le causaba gracia y hasta podía contarlo como anécdota ante los pocos amigos que tenía.
Al famoso Turco no le molestaba en absoluto que llegara el gordo sibarita cada trimestre a cuentiárselo con sus mercancías. Simplemente, a él, lo consideraba parte de la familia comercial y un vivo exponente de las tradiciones mercantiles del medioriente, claro que con la chispa del latino pícaro y ladino con los visos propios de un rebelde chileno medio, criado en fundo y colegio hebreo pero que prefirió irse a putear en vez de seguir los pasos de su familia oligárquica.
Donde la tía Laly se contaban historias del Turco Yarur, pero Jaime siempre estaba tan borracho y ocupado que hacía caso omiso a las historias que se tejían en torno al personaje. Para él era otro imbécil más que le daba las monedas suficientes para bacanear y ponerle bencina a la Ford que había transado recientemente. Era extraño, pero jamás tomó en serio lo que significaba Yarur en la zona. Simple arrogancia, niñería o estupidez, ni él ni nadie nunca lo sabrá. Sólo lo trataba como a cualquiera y ya. Yarur lo respetaba por ser tan entrador y careraja, tal como le conocían las putas de todo Chile a quienes, a cierta hora, les cortejaba coquetamente para luego pedirles que anotaran la atención en el crédito que gentilmente le habían otorgado sólo a él.
(To be continued)
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