El celular, again!
Sonó el despertador como a las 06:30 de la mañana pero esta vez no pude apagarlo. Me encontraba durmiendo sólo en el sillón, con corbata, camisa y colleras. Cagado de frío, la boca reseca y sin poder abrir un párpado. Otra vez con caña, pensaba, otra vez con nauseas antes de la primera meada del día.
Tomé una de las más importantes decisiones de mi vida, levantarme en esas condiciones para ir a trabajar. A tientas logré encender el califont, poner la tetera y ubicar una toalla para despabilar al cuerpo y engañar a ese fastidioso dolor de cabeza que, a esa hora, me estaba matando. Entredormido, me di un buen baño para luego vestirme como la gente y encubrir con el mejor traje ese estropajo que se veía en el espejo.
Como de costumbre, me tomé un gran tazón de té, acompañado de un par de aspirinas y me alisté para salir. Las llaves, el maletín, mi billetera, plata, las llaves de la Colomba y el teléfono celular de la municipalidad. El celular. El teléfono celular. ¡Otra vez el teléfono celular! Gritaba, mientras -rápida e inconscientemente- abría los ojos y llevaba mis manos a la cabeza. Para mi desgracia el maldito teléfono no estaba.
Recorrí todos y cada uno de los rincones de la casa. Bajé las escaleras, las subí, di vuelta el maletín, revisé los bolsillos de mi chaqueta, tanteé bajo el sillón, la cama, el baño y nada. El celular no estaba. Ya a esa altura eran como las 10:00 de la mañana, y –como es habitual- había comenzado a rodar la película de la noche anterior en mi mente, tratando de encontrar la imagen precisa que me señalara donde había dejado la gueá.
La última vez que vi el teléfono eran como las 3 de mañana. No, miento. Fue como a las 4. Yo venía medio ebrio y tenía una tarea sencilla, debía caminar derechito a casa, considerando que el carrete anterior había concluido con la locura suficiente como para contarle a mis nietos. Pero no, tenía que aceptar el desafío de macho, gracias a esa dulce valentía que otorga el alcohol a nosotros los cobardes reprimidos.
Yo no tomo pisco desde hace bastantes años, pero ese día me sentí lo suficientemente curioso como para compartir con los malos del barrio y un tanto guerrero como para aceptar una insólita invitación. Sinceramente lo pasé pésimo. Los tipos eran, unos delincuentes arrogantes y yo estaba a la defensiva, fingiendo amistad y extrañándome de tanta generosidad. Hice lo que pude, estaba en las fauces del lobo con los sentidos reducidos al mínimo y mi teléfono encima de la mesa, como invitando a los niños a jugar con él.
Estaba claro. Me lo chorearon. Con la cabeza caliente, y sin mediar razón alguna, llamé a mi número. 09.325.14.23. Buzón de voz, dejé un elocuente mensaje, relativo al robo del que fui víctima, algo poco decoroso, pero que me provocó una gran descarga de mala onda que tenía en medio de esa fastidiosa resaca.
¡Mira conchetumadre, me cagaste. Si no te meto preso, te mato!. Dije, sabiendo que si lo veía estaba claro que ni lo metería preso ni lo mataría. Finalmente asumí la pérdida, me subí a la camioneta y emprendí rumbo a la pega pensando en que debía comprarme un chicle, en la prueba del diplomado que tendría por la tarde y en el taladro de Carvallo que prometí devolverle y que –otra vez- había olvidado. Por lo menos –creo- hoy tengo una excusa...
7 Comments:
Emilio,
¿Por qué no llamas a la compañía que te provee servicio celular a ver si te lo pueden localizar por la señal que emite?
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Y de ahí se deduce la regla de oro del portador de celular. Siempre respaldar los teléfonos que vas agregando a tu directorio.
Gracias por los consejos... Nunca olvidaré este gesto.
Cuentate ahora una de Vaqueros....
Qué presencia de verguenza y que falta de honor! verguenza porque he perdido 7 ó 8 teléfonos y falta de honor porque ninguno en una noche semanal de juerga.
Con tanta experiencia, ni siquiera tengo recomendaciones...
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