martes, octubre 18, 2005

El berrinche de Marina.


Afirmándose un rebelde botón que delataba un manto de pecas que adornaba su pecho, Marina escuchaba a Jaime pensando en otra cosa. Tomó su pedido mordiéndose los labios y rompiendo el papel con su lápiz, acelerando el paso a través de un parafraseo telegramático y, claramente, despectivo.

Entregó la comanda y se dirigió, con el ceño fruncido, a enfrentar al barman que –en ese instante- repasaba un par de copas de vino con un paño maloliente y grisáceo. Su petición insolente de atender al gordo por un par de billetes debía ser castigada. Le miró fijamente y, en un arranque de rabia, le arrebató el bisoñé azabache que cubría, malamente, parte de su frente y mollera.

Jaime y los campesinos despertaron en medio de la quietud y el agobio con una inevitable explosión de risa ante la afrenta pública. Marina empuñaba el peluquín con furia, en una bravata colmada de improperios, dando inicio a una hilarante disputa por el postizo del barman.

Lanzando constantes vahos de sopa recalentada, la puerta batiente de la cocina tomó vida y no dejó de moverse después de la venganza de Marina. El rechinar de la puerta deshidratada y falta de aceite se transformó en un musical y constante ritmo.

Gritos y platos destrozados devolvieron el silencio mientras, lentamente, las bombillas se incorporaban en sepias al conectar la palanca de electricidad en una batería de 12 voltios que pertenecía al administrador del boliche.

Sonaba una nueva ranchera, cuando se vio salir al barman derrotado, sosteniendo un felpudo parecido al bisoñé, dos arañazos en la cara y una andar extraño producto de un patadón en la entrepierna que dio como resultado el inmediato despido de Marina.

Jaime observaba el incidente altanero, escarbando en sus dientes con un palillo que encontró sobre la mesa, sin sentir culpa ni compasión por nadie. Riendo con sus ojos, chasqueó sus dedos para acelerar el pedido. Lo esperó con paciencia, moviendo las migajas de pan duro que se encontraban sobre la mesa y haciendo sonar con su lengua entre los dientes. Miraba ausente por entre letras pintadas al revés cómo el polvo se tomaba la calle en ráfagas de viento inconstantes y furiáticas.

Comió con pulcritud, haciendo gala del festín, sorbiendo cada coyuntura del animal horneado e hidratando sus labios con una desordenada y viscosa película brillante. Después de beber un último sorbo de vino en una vaso empavonado con sus huellas digitales, tomó su chaqueta para limpiarse los dedos, dejo tres billetes y se dirigió a la Ford que le esperaba ardiente en el estacionamiento.

Arregló su corbata, se olfateó la axila derecha y entró a la camioneta desde donde escuchó un sollozo contenido. Era Marina escondida entre las telas que había destinado al turco Yarur.

(To be continued)