El Capo de Yarur. (IV Parte)
Yarur tenía en mente algo grande. Quería trascender en la región, ganando dinero en el mercado formal y transformándose en el patrón del mercado negro. Tenía el recuerdo de su padre, de sus inicios comerciales en Chile, de su inconmensurable esfuerzo por sobrevivir junto a la familia; de la hambruna producto de la guerra; el éxodo y el viaje en barco que les trajo a Sudamérica desde el medioriente.
Recordó ese día como si fuese ayer, del encierro obscuro y las nauseabundas marejadas en medio de la noche; las decenas de enfermos que terminaban amortajados deslizándose desde cubierta para hundirse en el medio del Atlántico, entre llantos y cánticos árabes; de aquel frío paralizante en el estrecho de Magallanes y del arribo en Punta Arenas, lugar donde comenzó a escribir su historia. Después vendría el asentamiento y el esfuerzo de su padre por insertarse en un medio hostil. Primero por la barrera idiomática, después por el color de su piel, sus costumbres comerciales y la absorbente dedicación al trabajo.
El turco Yarur salió a eso de las 11:00 de la mañana desde la casa de putas que comandaba la Tía Laly, madre de su esposa. A ella no le importaba cogerse al yerno. Sin embargo eso no ocurría. Ellos habían pactado ayudarse mutuamente para tomar el mercado negro, organizar el hampa y conseguir el respeto de la esquiva sociedad talquina, como queriendo pasarle la cuenta con su presencia y poder.
Esta vez no daba lo mismo. Podía ser martes o viernes, mañana o noche y la Tía Laly mantenía su apariencia habitual: una exquisita reina de malos hábitos. Kilos de polvos de ángel en su cara, lápiz labial furioso y un marcado lunar falso sobre la comisura de su boca, esa que sostenía unos carnosos y firmes labios que solía relamer con audacia a pesar de cargar con casi 60 años de humanidad.
Doña Eulalia, tenía un particular garbo, se veía como una hermosa indígena mestiza, una especie de Malinche con aire europeo. Vestida con un corsé que abultaba su busto, exageradas blondas y zapatos de charol, no se sabía con certeza porqué, desde muy joven, dejaba crecer alevosamente un incipiente bigote entre las arrugas que ostentaba bajo su naríz aguileña. Era como mantener ese dejo campesino entre sus llamativas ropas para enrostrarlo en las caminatas por la plaza central, escandalizando a las beatas con su presencia.
Yarur salió con el ánimo a reventar, sonriendo más de lo debido. No sólo para mostrar su nueva dentadura sino porque sus planes se iban concretando a paso seguro. Esa mañana había concertado dos cosas: ampliar su negocio hasta Punta Arenas y expandir el negocio de la prostitución de doña Eulalia hacia el norte con un representante que no se podía negar: Jaime, ya un reconocido timador y tahur de la capital.
El turco manaba vitalidad. Había sacado cuentas y tenía, prolijamente, escrita la deuda de sus negocios con el gordo por la compra de telas a sobreprecio, sumada a la deuda que éste mantenía con las señoritas en casa de la tía Laly.
Pese a la evidente ansiedad, estaba tranquilo. No sólo porque sabía que Jaime no podría negarse ante un papel con deudas debidamente acreditadas, sino por que, además, ya contaba con los servicios de cuatro matones de la zona, conseguidos por doña Eulalia. Sólo faltaba una cosa: el arribo de la víctima, quién -después de ahogar a Marina con un erupto inconsciente- conducía con el acelerador a fondo, divagando un exótico plan.
(To be continued)
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